Archive for 2014
Sinfonía del sostén
Foto: Google Images |
Sostén I
Se acerca a un famoso local de venta de interiores, pantaletas y sostenes. Tiene unos cuarenta años y es voluminosa. Descubre que hay ofertas aunque, como todo en el país, limitan la compra a dos unidades por persona. Rebusca entre ganchos, en pilas a mitad de tienda donde múltiples manos desbaratan cualquier acomodo que pudiese haber. Busca un encargado pero todos están entretenidos aclarando dudas en ese mar de interesados.Su voz traspasa a la multitud y llega al cajero, atareado con las tarjetas de débito y el efectivo.
-Mirá, ¿tenéis algo como pa mí?
El veinteañero mira de reojo y sin perder la seriedad retorna la mirada a los papeles y a su teclado. La mujer no se mueve. Ajusta la inmensa cartera que lleva sobre su hombro y aprisiona sus senos uno contra el otro elevándolos un poco más de su altura natural.
-Mirá, que si tenéis algo para estas dos.
El joven vuelve a mirar y se ríe. Termina de atender y desde el mostrador, con la misma intensidad de voz, le responde a la mujer.
-Señora, puede pegar dos sostenes de la promoción a ver si le cubre una pero usted lo que necesita es un paracaídas para que medio le tape.
Sostén II
Foto propia (2014) |
Las madres de los infantes se despiden con los pequeños invitados cargados en brazos. Algunas doñas recogen los centros de mesa. La tía de la novia, entrada en años pero con un sugerente vestido, pasa silenciosa por la pista de baile. Esquiva a varias parejitas que bailan un vallenato rancio pero movido. Se acerca hasta la mesa de dulces y en medio de la oscuridad se toca el seno derecho.
Mira a los lados, creyendo que nadie la observa. Vuelve a tocarse, como si se tratara de un previo a una mamografía, y despliega con lentitud una bolsa de plástico que ha guardado cuidadosamente en el sostén. Vuelve a mirar a los lados mientras que con un golpe seco al aire termina de desenrollar el envoltorio. Acto seguido guarda allí cuanto postre los comensales han omitido.
Al otro lado de la tabla, entre las sombras, el primo del novio muerde pequeños brownies y pie de limón en miniatura. Se entretiene con un sabor crocante cuando ve a la señora. Sus miradas se cruzan cuando esta saca del otro sostén una segunda bolsa.
Ambos se regalan una sonrisa forzada e incómoda. Cada uno termina lo suyo y toma con velocidad el camino hacia sus respectivas mesas, queriendo desaparecer entre los grupos que bailan en la pista.
Sostén III
Foto propia (2014) |
Ella, sonriente, pregunta si alguien en la sala desea regalar o donar algo que el equipo de Chataing pudiese utilizar en una próxima producción.
Una chica, que dice tener dieciocho años, levanta la mano. Despliega su mano entre el diminuto top rojo que lleva para sacar, con destreza, un sostén de color negro.
Jeanmary intenta recogerlo pero la chica se niega. Se levanta de su puesto, sube las escaleras, camina hacia Chataing y le entrega con un beso la prenda de vestir.
Él, intentando no ruborizarse lo agradece y muestra a la audiencia. Toma nuevamente el micrófono y se refiere a la chica mientras ella vuelve a su lugar en la primera fila.
-Quisiera tener tu facilidad de sacarme así el interior sin quitarme la ropa.
La ayuda
Foto: Wikimedia |
Mira a los lados. No hay en apariencia nadie en varios metros a la redonda. Toca corneta y el vigilante no se asoma. Pasan cuatro, cinco minutos y la situación no varía. Decide bajarse del Ford Fiesta con poco kilometraje para arrastrar hacia la izquierda ese portón que unos días antes había decidido pasar de función automática a manual.
Sale del auto y se da cuenta del sofocante calor. Encuentra la estructura metálica más pesada de como la imaginaba. Al finalizar, corre nuevamente al vehículo que había dejado en marcha. Al cerrar la puerta se percata de que un señor de unos sesenta y tantos atardeceres le sonríe ya casi sobre el vidrio.
Ella grita. Vira el auto tempestivamente de manera que empuja al anciano con el lado del retrovisor. Retrocede hasta donde la acera le permite.
Sigue asustada pero ve que el vigilante (finalmente) se asoma, dirigiéndose a quien vio como atacante ahora tirado en el piso.
Saca de la guantera un gas en spray. Apaga el auto, toma las llaves y se acerca. El viejo tiene un hilo de sangre corriendo en la frente.
Ella lo mira y le pregunta sobre qué estaba haciendo allí.
Él, intentando recomponerse, muestra los dientes y le dice que solamente quería saber si ella necesitaba ayuda con su compra.
La clase
Foto: Propia (2007) |
El turno llega a una chica de tez clara como la leche, alta, con peinado de peluquería y uñas postizas largas que resaltan entre los constantes gestos a los que acompaña sus explicaciones.
-Durante mi primer semestre de la universidad me aburrió una clase y decidí tirar triqui traqui (fuegos artificiales) para que la cancelaran.
Le pido con la mirada que amplíe la información. Realiza una cronología detallada y sincera desde el momento en el que compartió con una compañera por Facebook su aburrimiento, de cuándo decidió buscar el explosivo y llevarlo a la clase, de cómo engañó al profesor para salir y encenderlo y de la posterior asociación que realizó con todo esto al miedo de regresar al aula.
-Y bueno, finalmente cancelaron la clase.
Trato de no expresar ninguna sorpresa pero mi cara me delata. Le regalo una sonrisa y le pregunto: “¿te agrado como profesor?”.
Ella sonríe con picardía.
-Sí profe. A mí me gustan sus clases.
Tus medicamentos en mi Twitter
Foto: Reporters |
El objeto de deseo
Foto: Álvaro Fernández |
Entre tantos asistentes al rincón de su sitio de trabajo, se asoma un hombre en sus treinta y tantos, alto, de camisa de rayas, con prominente barriga, conversando efusivamente a través de un teléfono celular de última generación.
Sin despegar el oído del aparato, escucha su llamado en el altoparlante. Se acerca, sin aún colgar, y con una mirada y extendiendo el ticket de caja confirma que es su orden la que se encuentra sobre la bandeja en el mostrador.
Cuando finalmente toma la comida, se desprende de aquella maravilla tecnológica y la deja justo sobre el frío y grasiento muro de mármol que ha visto pasar tantas arepas y patacones. Allí queda. El hombre agradece y se retira sin percatarse de que ha dejado el teléfono botado.
Le llamo la atención pero me ignora. Se sienta y engulle con el mayor desespero un pan con abundante pernil y queso. Me levanto, con el fastidio de como si me estuviesen botando de una mesa que van a limpiar, tomo el Smartphone y se lo llevo hasta donde está.
“Grrrcias pnnna”, le llegué a entender mientras estiraba los antebrazos para recibir el equipo, aparentemente para no ensuciarlo con las manos llenas de salsa y especias.
Vuelvo a mi silla. Justo en la misma línea, en la espera a que la chica mencione el nombre, se encuentra una señora de unos cincuenta años, pelo canoso y de piel trigueña. Me mira incrédula. Estira su mano y me toca el hombro.
-Señor, usted que es honrado pero siendo yo me quedo con el teléfono.
Le sonrío, entre la incomodidad del comentario, dando apoyo a su propuesta. No he terminado de colocar los labios en su posición original cuando un caballero en sus veintitantos termina de botar en la papelera el contenido de su bandeja y se me acerca.
-¡Chaamo, te hubieses quedado con su iPhone para que no sea tan pendejo!
Afortunadamente no me da oportunidad de responderle. Escucho que me llaman y me levanto con rapidez. Extiendo mi factura y la chica pro-lentitud me regala una sonrisa obligada, como la que le di a la señora con su consejo.
Le agradezco y tomo mi paquete. Antes de marcharme echo una mirada a quien había olvidado su aparato. Allí estaba haciendo trizas el pan de quince centímetros con aquel objeto de deseo lejos de su bandeja, ignorado al otro extremo de su mesa.
47 días de vacaciones
Vista de Adícora desde el balneario (Foto: propia ) |
Pagué las tarjetas de crédito. Dejé pago hasta octubre el gimnasio. Viajé a Valera. Me quedé dormido bebiendo. Comí chorizo. Compré cerveza Zulia cara. Regresé a Maracaibo. Compré una cámara réflex digital. Comencé clases en el nivel 18. Conseguí otro cliente y le administro la Web. Se fue la luz en la noche y maldije mucho. Escribí varios textos para otro cliente. Envié muchos correos. Fui a Coro.
Me comieron los zancudos. Me pasé a Adícora. Me monté en una camioneta con locos meneando la chapa. Me bañé en la playa donde pasé mi niñez. Dormí en una casa sin protección en las ventanas y sin ninguna tapa en la poceta. Volví a Coro.
Casa de los Pájaros, en Coro (Foto: propia) |
Lancé un nuevo sitio Web. Regresé por segunda vez a Valera. Compré dos botellas de ron. Comí pasticho. Se fue el agua varias veces. Hice cola en el super para comprar 2 afeitadoras, 4 pastillas de jabón, 1 lavaplatos líquidos y 2 suavizantes. Compré dos películas en Bluray y cuatro en DVD a buen precio. Fui a un cumpleaños infantil. Tomé fotos con la nueva cámara. Regresé a Maracaibo.
Nos trajeron una perra pequeña a la casa para cuidar. Se llama Pinchi. Me conseguí a otro, un cachorro recién nacido. Lo puse en adopción. Lo adopté. Lo llevé al veterinario. Celebramos el segundo año de mi sobrina. Tomé varias fotos. Bebí cerveza. Pagué dos talleres, un curso y un concierto para los próximos meses. Pasé el despecho por la muerte de Cerati.
Volví a pagar mis tarjetas de crédito. Fui a pagar el servicio de agua. Compré y sembré dos pares de plantas para la casa. Me puse al día con el gremio de periodistas. Renové mi carné. Fui al médico para revisar mi tos. Pagué una cuarta parte de un sueldo mínimo por mi tratamiento. Fui a ortodoncia para tener otro mes más de aparatos en los dientes. Averigüé en la alcaldía para formalizar mi negocio.
Los gremios de LUZ se reincorporaron hasta mediodía. Me corté el cabello tras tres meses. Presenté mi examen final del Cevaz. Compré mucho atún. Vacié la biblioteca. Boté unos libros. Doné otros libros. Organicé la comida para la semana. Supe que los gremios se desincorporaron. Escribí sobre mis 47 días de vacaciones en mi blog. Suspiré. Largo. Me tomé un buen café. Espero a comenzar de nuevo.
Poesía bajo la lluvia
El joven, en sus veintitantos, las deja esperando mientras ellas conversan, como si les faltara el café para ponerse al día. Son físicamente similares, tal vez hermanas o primas. Una se sienta en el extremo de la incómoda silla metálica mientras revisa el celular. La otra lleva su cabeza al espaldar mientras cuenta risueña, intentando hacer bucles en su cabello liso, cómo ha cambiado la vida desde que ella era niña.
“Con 1000 dólares, que ya era mucho en mi época, fui y vine al Machu Picchu mientras (fulanita, aparentemente su hija) viajó con 250 y tenía desde pasajes hasta traslados”, dice sin perder la postura mientras la segunda asiente sin quitar la vista del teléfono.
La de la anécdota sonríe. Se acomoda sobre su pierna derecha y se coloca frente a la otra, como si le contara un chisme. Fueron varios. Historia de vecinos, de familiares y otros pormenores sin aparente importancia.
Una llamada interrumpe el momento. La del cabello liso y corto se acomoda nuevamente y responde.
“Muchacha sacá el pipote y ponelo debajo de ese chorro (de agua). Con eso me baño yo en la noche”, comenta a su interlocutora en su casa donde aparentemente sigue lloviendo.
Una rápida mirada a la ventana indica que el cielo ha dejado de desprenderse con euforia. Las chicas mantienen algunos minutos de silencio hasta que una menciona una poesía.
La cita de memoria como si tuviera el poemario en sus piernas. Da detalles similares a los que un fanático indica al hablar de los efectos especiales o el guión de su película favorita. La otra sale de su letargo y la acompaña. La conversación deja de ser una cháchara entre doñas para volverse íntima, mágica si cabe la cursilería.
La risueña continúa recitando. Su posible familiar la interrumpe para convertirse en segunda voz del autor. Alternan cada verso con una facilidad impresionante, como si ese instante en esos incómodos y fríos asientos lo hubiesen ensayado durante meses.
Se ríen. Rejuvenecen con cada sonrisa. Finalizan con un largo suspiro y vuelven a sus posiciones originales: un extremo con vista al celular y el otro con la cabeza en la parte superior del asiento, dando vueltas tontamente con el dedo a sus cabellos.
“Me encanta la poesía”, afirma sin abandonar sus gestos.
El entorno se revuelve con la entrada y salida de pacientes a los consultorios. Ya no hay más magia entre la dupla. La camaradería queda silente, intacta, con expresiones momentáneas de alegría pero de recuerdos eternos en esa tarde lluviosa en Maracaibo.
El perro encontrado
Eran las diez de la mañana y el sol agitaba el asfalto, lo alborotaba, lo convertía gradualmente en ríos impenetrables de lava que derretían lentamente a los transeúntes.
Allí estaba yo saliendo del gimnasio, intentando ajustarme los necesarios lentes, calculando cuanta basura y malas aceras debía esquivar para pagar el servicio de agua cuando vi el minúsculo saco de carne color marrón que destacaba entre las paredes blancas.
Pasé por un lado. Me hice el que no se babeaba por tocarlo y lo detallé. Era un cachorro de unos días de nacido. No había madre, dueño, bolsa con desperdicios, árbol ni nada parecido cerca. El único acobijo era la sombra de un muro que estimé desaparecería a mediodía.
Lo ignoré. Continué mi camino pensando en los pendientes y en todo lo que tenía que hacer. "De seguro alguien se lo consigue y lo ayuda", me dije.
Seguí derecho. A cuadra y media el estómago, el remordimiento, la conciencia o como lo que quieran llamar me jaló. Recordé a mis perros, a algunos que murieron por falta de atención adecuada y a todos los que pude haber salvado.
Me detuve en la esquina analizando los problemas que traería llevarme a ese perro o el cuidado que le debía dedicar. Lo vi moviéndose lentamente desde el otro lado de la calle.
Crucé, me acerqué y saqué del bolso una toalla sudada hasta la última hebra. Lo abrigué y lo cargué en los brazos. Apenas se movía. Al frente sólo había un centro comercial con locales cerrados y diagonal una obra en construcción. Pregunté a los obreros sobre el perro y comentaron que tenían rato viéndolo pero no sabían quién lo había puesto allí.
No había ninguna casa desde el punto donde lo tomé. Sólo un estacionamiento que finalizaba con una impenetrable puerta a un desconocido negocio y sin un vigilante a quien preguntar. “Te vienes conmigo”, le dije a la masa de unos veinticinco centímetros.
En las seis o siete cuadras hasta mi casa sentía las miradas de aquellos que veían, entre curiosidad y novedad, a un maracucho en ropa deportiva cargando en una toalla a un cachorro.
Agradeció la fórmula infantil que quedó de mi sobrina. La tomó varias veces primero por una inyectadora, luego de un tetero viejo. Tomé la respectiva foto y la compartí en cuentas de adopción en Instagram. Solamente niñas que no tenían ni saldo para llamarme (se limitaban a mensajes de texto) respondieron. Descarté de momento la opción hasta que un adulto se comunicara conmigo.
Al tercer día lo llevé a la clínica veterinaria. La doctora le calculó tres semanas de nacido. Tenía algunos parásitos pero estaba bien. Por los detalles que le di, me explicó que el día que lo recogí no caminaba por deshidratación y en algunas horas probablemente hubiese muerto en aquella esquina.
Decidí quedármelo. Le agradecí a la doctora y lo volví a traer a casa, ahora también suya. Le cambié la tela en la que lo mantenía y entre varios nos turnamos su alimentación. Las calles de Maracaibo siguen estando hoy como ríos de lava, hirviendo igual que el propio infierno, pero ya no está por ahí. En adelante, sigue conmigo.
Otro días más
En el camino se tropieza con el mal asfaltado, las aceras irregulares de Maracaibo y con los abusadores al volante. No compra comida en la calle. Desde la escasez de agua, la buena manipulación de alimentos queda entredicha. Llega al trabajo.
La jornada laboral es hasta mediodía por la falta de agua en los baños. La señora que limpia grita más tarde que hay harina de maíz, mayonesa, desodorante y papel sanitario en el supermercado de la esquina. De las cinco horas laborales, se ausenta dos.
La cola en el supermercado es inmensa. Por la medida regional que busca disminuir el contrabando fronterizo (denominado simplemente bachaqueo) debe comprar casi el 10 por ciento de un sueldo mínimo. No puede llevar uno o dos unidades por rubro de los productos regulados si no lo hace.
Llega a su casa. No hay luz. La compañía eléctrica la volvió a quitar pese a que en su cronograma había dicho que no era ese el día de racionamiento. Se va al cine para pasar esas dos horas. El aire acondicionado del mall funciona a media máquina por miedo a sanción gubernamental por gasto energético.
En la taquilla le advierten que puede irse también la luz y que si sucede le reembolsan el boleto. Ya lo sabe. Le ha pasado. Tras la película, quiere ir al baño pero en los cines están cerrados. De los seis que hay en el centro comercial funciona uno con agua únicamente en las pocetas. Se clausuraron los lavamanos por el asunto de la sequía.
Se va a clases. Pide agua embotellada y le dicen que no hay desde hace semanas, posiblemente porque no pueden fabricar las tapas o el propio envase. En el salón la gente se queja de la cola para la gasolina porque se anunció el posible aumento de su precio, de la modelo que asesinaron, quemaron y lanzaron a la orilla de una carretera y hasta de una joven que no pudo recibir el título durante su graduación porque no se consigue el papel para elaborarlo.
Regresa a casa. Afortunadamente el agua entraba por las tuberías. Recoge una buena cantidad en pipotes y en el tanque porque no sabe cuándo puede volver. La compañía hidrológica dejó de publicar en su sitio Web los horarios de distribución. Pese al cansancio, espera. Mientras tanto se pone al corriente con las amistades por teléfono o Internet. El día para todos ha sido casi lo mismo pese a vivir en distintas partes de Venezuela.
Se quiere ir. Tal vez viajar o emigrar. Tiene tarjetas de crédito de sobra pero no hay pasajes ni vuelos. Se limita a maldecir al gobierno y a enumerar las tareas pendientes. Se baña, viste y se tira a la cama. Duerme. Espera otro día más.
Mientras no hay luz
En automático se enciende ese protocolo que se ha creado silenciosamente, de forma progresiva ante las repeticiones, donde cada miembro de la familia se alinea para ir a ese punto en el que se ha convertido la terraza, refugio ante el sofocante calor.
“Te asomas por aquí (señala la ventana del estudio) y ves como este otro sector está con luz”, dice Juan, el hijo mayor de la familia. Vive con su mamá, hermana, hermano y su abuela.
Desde que reiniciaron los ciclos del llamado “Plan de restricción del servicio” (antes denominado “Plan Nacional de Administración de Carga”) siempre les había tocado en momentos donde todos estaban en clases o trabajaban, pero en los últimos meses se han acentuado las interrupciones en horarios donde todos confluyen en la vivienda.
En su kit de emergencia se incluye una pequeña linterna que compró en el supermercado y un Nintendo 3DS. Comenta cómo en su casa al principio hablaban entre ellos. “Pero ya sólo nos limitamos a esperar (…) mi hermanito sabe que lo primero que debe hacer es agarrar el celular y tuitear”, indica.
A su juicio, una de las prácticas que le dejó los eventos de febrero de 2014 fue reportar en la red social con hora y lugar para que quede reflejada la denuncia, en este caso con el hashtag
#Sinluz.
“Mi mamá le tenía como miedo a su celular pero con el tiempo libre le ha dado por aprender todo eso”, dice mientras guarda con cuidado lo que considera su arma de protesta: su teléfono inteligente.
Juego a oscuras
Beatriz (o Betty, como le gusta a la mamá de Juan que le llamen) después de aprender a usar Twitter y Facebook a través de su celular, dice que se olvidó de los canales de televisión que usualmente veía. “Cuando vienen los apagones es que más reviso todo esto”,señala.
Desde que el servicio comenzó a fallar de noche, bajaba los doce pisos del edificio para compartir con los vecinos. “Allí fue que me enteré de que juegan dominó cada vez que se va la luz y hasta un torneo tienen armado con la torre B (el edificio hermano dentro del conjunto residencial)”.
En el salón de festejos de la vivienda se consiguen pocas personas para la cantidad de cerveza que hay. Se mantienen frías, según destaca Betty, porque la nevera de la conserjería escarcha (mantiene el hielo adherido a sus paredes) y pasan horas antes de que se descongele.
El conserje, con remarcado acento colombiano, lo confirma: “Si el apagón cae un jueves o viernes, aquí amanecen bebiendo y jugando incluso después de que regrese la luz”.
Pese a no jugar, Betty asegura que gracias a esta situación pudo ver tanto a opositores como oficialistas contando bajo una cerveza light bien fría y “trancando” la partida, cómo les molesta lo que se vive en el país.
“Yo trataba de mantenerme calladita pero siempre salía el tema de la escasez de cualquier vaina y hablaba. Por lo menos no era la única”, afirma.
Dejó de asomarse a la actividad comunal cuando su mamá no la acompañó más. “Ella ya no quería bajar las escaleras y yo no la iba a dejar sola arriba”. Las actividades entonces se mantienen en casa con abanico y teléfono en mano.
Al preguntársele sobre alguna reflexión de todo lo que ha visto, no lo piensa mucho porque las interrupciones de electricidad le han dado –en apariencia- la oportunidad de construir la respuesta: “El estado, con la ley del trabajo, nos da dos días continuos de descanso que por alta inflación no puede ser más que en la casa (…) pero llegas y no hay luz y tampoco agua porque además de que está racionada la bomba enciende solamente con electricidad. Ya casi que va a ser insufrible hasta respirar”.
La bombilla se enciende tras dos horas, anunciando que se acabó el racionamiento, al menos por ese día. La misma fila que llevó a Juan y a Betty junto a su familia a la terraza los lleva a sus camas. El último que queda, que decidió rezagarse o simplemente fue al baño, le toca apagar la luz y dormir.
Crédito imágenes: propias (2014)
A la orden en Canadá
Mis hijos bajo mi techo
Foto: Propia (2007) |
Publicado originalmente en El Toque, de RNW
Es un hombre que destaca, con orgullo, que ha llegado a sus sesenta y cinco años sin deberle nada a nadie y que lo que gana cada día a bordo de un vehículo sin aire acondicionado se lo dedica a tiempo completo a su descendencia.
El retoño mayor, de treinta y tantos atardeceres, quiso una vez independizarse, seguir adelante junto a su novia y vivir en una archiconocida situación de hacinamiento con la suegra, subsistiendo en base a lo que ganaba trabajando en una carnicería.
“Cuando mi mujer me dijo eso, yo lo agarré, lo senté y le dije que si no se iba a graduar de lo que fuese hasta de un politécnico, de la casa no se movía”, comenta el taxista mientras hace ademanes al auto de delante para que termine de cruzar en pleno embotellamiento vial.
De acuerdo a su historia, el primogénito desvió su camino como cortador de carnes gracias a él, para convertirse en taxista como su padre. “Comenzó en varios centros comerciales, pero allá no podía pagar el diario (la renta que diariamente cancela al dueño de un carro para que lo trabaje como taxi). Entonces yo me lo traje para acá, para el terminal y le fue `miamorcontequiero”, comenta.
Luego de conseguirle un cupo dentro del mismo espacio donde trabaja, logró pagar la inicial de una unidad propia. Nunca se fue de la casa porque Carlos le ofreció parte de su terreno para construir. “Ahí va dándole, echándole pichón”, dice con cierta dificultad mientras rechina el volante al cruzar a la izquierda.
Como un burro de ocho a seis
Carlos dice que a su hija “no le ha pedido nada y ha dado la talla”. “Se graduó con honores y, allí la ves, trabajando como un burro de ocho a seis”, añade. Las arrugas se repliegan ante el brillo en sus ojos. No hay cansancio en su mirada cuando habla de su hija, la segunda en la sucesión pero –aparentemente- la primera dentro de su corazón.
Se casó con un ingeniero y ambos trabajan en la principal compañía petrolera del estado venezolano. En la pared de la cocina-sala de sus padres, el título universitario de contadora quedó colgado junto a una versión del cuadro de La Última Cena.
“Ella le consiguió a su mamá una pensión. Conmigo quiso hacerlo, pero yo le dije tajantemente que no, que vivo con mi diario, aunque varias veces me ha sacado las patas del barro” afirma. Cruza por la principal avenida comercial y se consigue una gigantesca cola.
Solos al final
El menor de los hijos de Carlos tiene 21 años. “En la mañana la mamá (su esposa) le hace huevos, caraotas y friticas (plátano maduro frito) y le echa queso. Carajo, se va bien resuelto para la universidad”. Comenta cómo le da de lunes a sábado 200 Bolívares.
“Y se gasta 4 nada más, porque usa transporte público y el agua se la lleva siempre de la casa”. Las verdaderas razones las revela más adelante, casi llegando al posgrado a donde llevaría al pasajero: con su mesada paga los estudios de su novia, además de gastos como libros, útiles y hasta cine.
Un día el benjamín de la familia le comentó al taxista que quería llevar a vivir a su pareja dentro de su ya poblada vivienda para eventualmente convertirla en su esposa. “Yo le dije a mi mujer que al final íbamos a estar solos y ellos son los que nos van a enterrar. Lo entendió y allí están, acompañándonos”.
Reconoce que en algún momento la situación debe cambiar, pero no va a ser él quien marque la diferencia. Simplemente quiere disfrutar de sus hijos, de su esposa y, algún día, hasta de sus nietos mientras todavía respira y pueda trabajar día a día.
Llega al posgrado, el destino final. Cobra sesenta bolívares por el trayecto y detalla al pasajero. No pasa de 30 años. Antes de marcharse se ajusta el cinturón de seguridad. Sonríe, abre la boca y a modo de bendición de un padre comenta sus últimas palabras antes de acelerar: “Estudie mijo, estudie. Vaya y eche pa lante”.
La restricción suena en la gaita al tono del reggaetón
Imagen: Runrun.es |
Imagen: Bancaynegocios.com |
Imagen: Másquenoticia.com |
El supermercado en domingo
El domingo del día de los padres es menos caótico que el de las madres. No sé si será por la falta de padres, si la madre asume ambos roles o simplemente porque todo el dinero del año se va en el primer evento.
Lo cierto es que la mañana de esta fecha lucía en algún momento prometedora pensando en que todos estarían en casa viendo algún partido del Mundial de Fútbol junto a la figura paterna.
Apreté el paso nada más para ver cómo perdí la quiniela. Habían llenado los anaqueles con margarina, papel sanitario, leche descremada y leche condensada, rubros más buscados que los propios malandros en este país.
“Dos por persona”, indica en la entrada un empleado. La escasez se evidencia desde el momento en el que toca tomar un carro del mercado: no existen, hay que “zamurearlos”, estar pendiente de que alguien finalice de cargar su compra en la caja para tomar el que dejó.
Tres maldiciones después a la economía y al gobierno, me veo en una cola que atraviesa la totalidad de la gigantesca sede del comercio. “Disculpa, dónde conseguiste eso”, me pregunta una señora por la leche. Le indico el lugar y otras dos personas hacen la misma interrogante.
“Pendiente chamo que aquí te roban las cosas si te descuidas”, dice un señor buscando cruzar en un abarrotado pasillo.
En esas idas y venidas, de revisar lo que faltaba en la compra, dos ancianos italianos, el que iba justo delante y el otro a espaldas de mí, se encuentran. Se miran fijamente. Se abrazan. Lloran.
“35 anios Carmelo, 35 anios”, grita el de atrás. La muchedumbre se armaba porque creían que sacaban algo del depósito pero se robustecía ante este evento.
La gente al final pedía premura y las lágrimas tuvieron que secarse rápidamente. Conversaban entre mercados, conmigo de atravesado, empujando ambos carros hacia adelante cuando la nostalgia apretaba.
El anciano detrás de mí terminó presentando a su esposa y al nieto que recién llegaba (éste, a sus veintitantos, le pedía la bendición juntando las manos como en una plegaria y con el respectivo beso en la mejilla) mientras el que era conocido como Carmelo desplegaba una larga lista de fotografías que llevaba en su billetera.
No le pregunté pero me indicó que la persona que saludaba era como su hermano, que comenzaron al mismo tiempo su negocio en Venezuela al llegar de Italia y le había perdido el contacto hasta hoy, el día del padre en el que había margarina en los anaqueles de aquel supermercado.
Se disculpó conmigo para ir a quitarle el número telefónico. Regresó con un amigo más en su agenda pero también con una preocupación: sólo dejaban sacar dos cajas de cereal por persona y él quería llevarle cuatro a su nieta.
Le quité la cara de angustia al ofrecerle pagarlo con su dinero pero a mi nombre. Me extendió un abrazo de agradecimiento y tras recibir el vuelto de manos de la cajera se despidió más eufórico que como entró.
Miro el reloj. Había pasado hora y media desde mi llegada a buscar un poco de carne y algunas verduras. Me llevaba pollo, leche y otras cosas que creí que no necesitaba, como ver el encuentro fortuito de Carmelo, que en medio de tanta escasez encontró un poquito de felicidad y la compartió con un venezolano.
“Increíble esto”, dije en voz alta mientras pagaba. La cajera levanta las cejas y hace un gesto de resignación: “Más bien agarraste todo tranquilo”.
Visa para un sueño
Composición gráfica: El Toque |
Publicado y editado en El Toque, de RNW
Son semanas, meses, de preparación económica, psicológica, física, las que debe hacerse para optar por una visa americana desde Venezuela.
Desde el momento en el que se llena la solicitud vía Web, se paga el arancel de casi un tercio de salario mínimo en el banco y luego se sacrifican diez de los 300 dólares que el gobierno habilita anualmente para gastar por Internet donde comienza todo el enjambre de nervios.
“Si vas solo, tienes que pedir constancia de estudio y de los ingresos mensuales”, decía una de las personas a las que le pasaba sus conocimientos a alguien de veintitantos que iba a hacer por primera vez su solicitud.
Entre esos saberes populares de familiares, amigos y conocidos surge la recomendación de que es más fácil si se va en familia (con papá y mamá o con hijos) y que si lo vas a intentar te asesoran indicando cómo debes llenar la planilla e incluso, te ayudan a forzar cartas de trabajo, de recomendación o de movimientos bancarios.
“No hagas chistes y trata de no hablar más de la cuenta”, le escuché decir a mi jefe más como una bendición que como una sugerencia ante de solicitarla bajo el mismo esquema del que he escrito hasta ahora: sin mucho que me ate a la tierra que me vio nacer pero con un trabajo estable y con unas ganas inmensas de viajar.
Antes de que la embajada de Estados Unidos suspendiera las citas por falta de empleados (debido a la expulsión de algunos por parte del Gobierno venezolano) se conseguía una oportunidad a ser entrevistado de tres a seis meses. Una vez que se reanudó el proceso, en menos de trece días se otorgaba.
Quedé en ese lote, en el que el tiempo se hizo absolutamente corto y en el que el día llegó más temprano de lo esperado.
El día de la cita
Foto: Venelogía.com |
No toma ni veinte minutos llegar y más de treinta personas esperan en las afueras del recinto estadounidense. Tenía razón.
Son familias enteras y jóvenes con carpetas y carteras en mano buscando su oportunidad para ingresar al país norteamericano. Como diría Juan Luis Guerra en su canción: buscando visa para un sueño. Camino lentamente para detallar la fauna: mujeres en su mayoría que no pasan o rozan los treinta años y que parecieran todas salidas de un salón de belleza.
Me acerco al final, a una chica en sus veintes con cabello largo, pantalones violeta ajustados, blusa escotada y armada con una carpeta inmensa de color claro. Nos unió la desinformación. Dejó dicho que se llama Renata.
“Voy al matrimonio de una amiga”, comenta como tarjeta de presentación. Indica que es la primera vez que pide la visa después de que se le venciera la que pidió junto a sus padres hace más de una década. Quiere después viajar, conocer el mundo, aunque le preocupa el alza de precios en los boletos aéreos.
“Me dan de bono navideño 30 mil lucas (Bolívares) y un pasaje a Miami está por los 70 mil (…) No sé a dónde vamos a parar”, lo dice con ciertos aires de resignación.
El cardumen de interesados se mueve hacia un primer punto de control. La chica de atención recuerda expresivamente con qué está permitido ingresar a las instalaciones. Muchos despistados salen nuevamente con discos compactos, baterías de celulares e incluso, con computadoras portátiles.
El segundo y tercer control sirve para hacer un chequeo previo de los papeles, escuchar algunas indicaciones y esperar sentados a los siguientes pasos. Allí escucho la historia de una chica que comentaba cómo su primo tuvo que estar dos a tres días acostado frente a la embajada de Irlanda para tramitar sus papeles antes de que cerrara este mismo año.
Otra, agobiada por las inquietudes de su mamá, comentaba a un señor la sorpresa que fue para ella conseguir pañales, detergente y jabón de tocador en Caracas a diferencia de su natal Puerto Ordaz, donde las colas duran horas para comprar y conseguir estos productos regulados.
“Por eso es que los cerros no bajan para sacar a este bendito gobierno”, comenta haciendo alusión a las barriadas caraqueñas.
En menos de veinte minutos se escuchan nuevas instrucciones, se desarman y se arman nuevas filas y se pasa a la siguiente etapa, en apariencia la última.
La vuelta final
Son las ocho de la mañana, hora original de la entrevista y ya estoy sentado junto a un numeroso grupo de personas en sillas metálicas que se agrupan de a seis. Frente a mí se ubica una familia que ocupa todo un pack de asientos. A los tres hijos, todos varones menores de edad, se les nota fastidiados mientras que los padres lucen somnolientos.
A mi lado se ubica un jugador de fútbol que, por lo que comenta, lleva la carpeta de todo el equipo aunque viene a pedir sólo por él.
Un funcionario nos mueve a la fila final frente a las taquillas donde los empleados consulares dan -frente a una muchedumbre esperando a espaldas- la aprobación o el rechazo a la visa.
Aquí se ve parte de la fauna inicial gritando o llorando, intentando justificar en vano. Otros salen rejuvenecidos con una sonrisa y se alejan hacia al trámite posterior. Es en este momento donde se recuerdan todos los consejos, todas las enseñanzas. Resuena la frase “su visa ha sido aprobada”, pese a que en ningún momento se escucha como uno la imagina.
Se acerca mi turno. A mi lado queda la chica de la cola de la mañana, la de los pantalones color violeta y la larga melena. Renata. Se sonríe. Algo nerviosa pronuncia con voz seca: “suerte”. Le devuelvo el gesto.
Antes de mí se ubica el futbolista, que habla al agente consultar con inglés tosco pero fluido. Esto hace que al retirarse el funcionario preguntase si me podía hablar en este idioma.
Le indico, lo mejor que puedo en su lengua natal, que no hay problema. Se sonríe y me dice que lo hará en español. “Era una prueba”, pensé. Al final no escuché la oración que tanto retumbaba en mi cabeza sino que me devolvía mi pasaporte con un papel con la odiada frase “usted ha sido considerado inelegible”.
Pocos viajes al exterior en los últimos años fueron parte de la justificación. Agradecí y di los buenos días. Bajé al área de taxis y allí estaba la familia de las sillas. También les fue mal pero agradecían haber salido de eso. Me los toparía más tarde en un supermercado comprando detergente, haciendo otra cola más, subsistiendo y pensando en el futuro en cualquier lugar donde no rechazaran los productos o las visas.