Publicado por: David Padilla g sábado, 13 de septiembre de 2014


Eran las diez de la mañana y el sol agitaba el asfalto, lo alborotaba, lo convertía gradualmente en ríos impenetrables de lava que derretían lentamente a los transeúntes.

Allí estaba yo saliendo del gimnasio, intentando ajustarme los necesarios lentes, calculando cuanta basura y malas aceras debía esquivar para pagar el servicio de agua cuando vi el minúsculo saco de carne color marrón que destacaba entre las paredes blancas.

Pasé por un lado. Me hice el que no se babeaba por tocarlo y lo detallé. Era un cachorro de unos días de nacido. No había madre, dueño, bolsa con desperdicios, árbol ni nada parecido cerca. El único acobijo era la sombra de un muro que estimé desaparecería a mediodía.

Lo ignoré. Continué mi camino pensando en los pendientes y en todo lo que tenía que hacer.  "De seguro alguien se lo consigue y lo ayuda", me dije.

Seguí derecho. A cuadra y media el estómago, el remordimiento, la conciencia o como lo que quieran llamar me jaló. Recordé a mis perros, a algunos que murieron por falta de atención adecuada y a todos los que pude haber salvado.

Me detuve en la esquina analizando los problemas que traería llevarme a ese perro o el cuidado que le debía dedicar. Lo vi moviéndose lentamente desde el otro lado de la calle.

Crucé, me acerqué y saqué del bolso una toalla sudada hasta la última hebra. Lo abrigué y lo cargué en los brazos. Apenas se movía. Al frente sólo había un centro comercial con locales cerrados y diagonal una obra en construcción. Pregunté a los obreros sobre el perro y comentaron que tenían rato viéndolo pero no sabían quién lo había puesto allí.

No había ninguna casa desde el punto donde lo tomé. Sólo un estacionamiento que finalizaba con una impenetrable puerta a un desconocido negocio y sin un vigilante a quien preguntar. “Te vienes conmigo”, le dije a la masa de unos veinticinco centímetros.

En las seis o siete cuadras hasta mi casa sentía las miradas de aquellos que veían, entre curiosidad y novedad, a un maracucho en ropa deportiva cargando en una toalla a un cachorro.

Agradeció la fórmula infantil que quedó de mi sobrina. La tomó varias veces primero por una inyectadora, luego de un tetero viejo. Tomé la respectiva foto y la compartí en cuentas de adopción en Instagram. Solamente niñas que no tenían ni saldo para llamarme (se limitaban a mensajes de texto) respondieron. Descarté de momento la opción hasta que un adulto se comunicara conmigo.

Al tercer día lo llevé a la clínica veterinaria. La doctora le calculó tres semanas de nacido. Tenía algunos parásitos pero estaba bien. Por los detalles que le di, me explicó que el día que lo recogí no caminaba por deshidratación y en algunas horas probablemente hubiese muerto en aquella esquina.

Decidí quedármelo. Le agradecí a la doctora y lo volví a traer a casa, ahora también suya.  Le cambié la tela en la que lo mantenía y entre varios nos turnamos su alimentación.  Las calles de Maracaibo siguen estando hoy como ríos de lava, hirviendo igual que el propio infierno, pero ya no está por ahí. En adelante, sigue conmigo.

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  1. Hermoso David. Rescatar una mascota es maravilloso porque no solo la salvas a ella, también te salvas a ti mismo, al menos así me pasó con mis tres mascotas.

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