Publicado por: David Padilla g miércoles, 11 de junio de 2014


Composición gráfica: El Toque
“Su visa ha sido aprobada”. Las largas horas de viaje hacia Caracas convierten este pensamiento, esta frase imaginada, casi en un mantra que se repite una y otra vez mientras se revisan los requisitos y se repiensan las posibles respuestas a decir durante la entrevista frente a un funcionario consular, en la embajada estadounidense.

Publicado y editado en El Toque, de RNW

Son semanas, meses, de preparación económica, psicológica, física, las que debe hacerse para optar por una visa americana desde Venezuela.

Desde el momento en el que se llena la solicitud vía Web, se paga el arancel de casi un tercio de salario mínimo en el banco y luego se sacrifican diez de los 300 dólares que el gobierno habilita anualmente para gastar por Internet donde comienza todo el enjambre de nervios.

“Si vas solo, tienes que pedir constancia de estudio y de los ingresos mensuales”, decía una de las personas a las que le pasaba sus conocimientos a alguien de veintitantos que iba a hacer por primera vez su solicitud.

Entre esos saberes populares de familiares, amigos y conocidos surge la recomendación de que es más fácil si se va en familia (con papá y mamá o con hijos) y que si lo vas a intentar te asesoran indicando cómo debes llenar la planilla e incluso, te ayudan a forzar cartas de trabajo, de recomendación o de movimientos bancarios.

“No hagas chistes y trata de no hablar más de la cuenta”, le escuché decir a mi jefe más como una bendición que como una sugerencia ante de solicitarla bajo el mismo esquema del que he escrito hasta ahora: sin mucho que me ate a la tierra que me vio nacer pero con un trabajo estable y con unas ganas inmensas de viajar.

Antes de que la embajada de Estados Unidos suspendiera las citas por falta de empleados (debido a la expulsión de algunos por parte del Gobierno venezolano) se conseguía una oportunidad a ser entrevistado de tres a seis meses. Una vez que se reanudó el proceso, en menos de trece días se otorgaba.

Quedé en ese lote, en el que el tiempo se hizo absolutamente corto y en el que el día llegó más temprano de lo esperado.

El día de la cita

Foto: Venelogía.com
Son las seis y treinta de la mañana de un lunes. Pese a que la cita para la entrevista en la embajada estaba pautada para las ocho, el taxista me recoge a esta hora porque, según dice, es buen tiempo para hacer la cola.

No toma ni veinte minutos llegar y más de treinta personas esperan en las afueras del recinto estadounidense. Tenía razón.

Son familias enteras y jóvenes con carpetas y carteras en mano buscando su oportunidad para ingresar al país norteamericano. Como diría Juan Luis Guerra en su canción: buscando visa para un sueño. Camino lentamente para detallar la fauna: mujeres en su mayoría que no pasan o rozan los treinta años y que parecieran todas salidas de un salón de belleza.

Me acerco al final, a una chica en sus veintes con cabello largo, pantalones violeta ajustados, blusa escotada y armada con una carpeta inmensa de color claro.  Nos unió la desinformación. Dejó dicho que se llama Renata.

“Voy al matrimonio de una amiga”, comenta como tarjeta de presentación. Indica que es la primera vez que pide la visa después de que se le venciera la que pidió junto a sus padres hace más de una década.  Quiere después viajar, conocer el mundo, aunque le preocupa el alza de precios en los boletos aéreos.

“Me dan de bono navideño 30 mil lucas (Bolívares) y un pasaje a Miami está por los 70 mil (…) No sé a dónde vamos a parar”, lo dice con ciertos aires de resignación.

El cardumen de interesados se mueve hacia un primer punto de control. La chica de atención recuerda expresivamente con qué está permitido ingresar a las instalaciones. Muchos despistados salen nuevamente con discos compactos, baterías de celulares e incluso, con computadoras portátiles.

El segundo y tercer control sirve para hacer un chequeo previo de los papeles, escuchar algunas indicaciones y esperar sentados a los siguientes pasos. Allí escucho la historia de una chica que comentaba cómo su primo tuvo que estar dos a tres días acostado frente a la embajada de Irlanda para tramitar sus papeles antes de que cerrara este mismo año.

Otra, agobiada por las inquietudes de su mamá, comentaba a un señor la sorpresa que fue para ella conseguir pañales, detergente y jabón de tocador en Caracas a diferencia de su natal Puerto Ordaz, donde las colas duran horas para comprar y conseguir estos productos regulados.

“Por eso es que los cerros no bajan para sacar a este bendito gobierno”, comenta haciendo alusión a las barriadas caraqueñas.

En menos de veinte minutos se escuchan nuevas instrucciones, se desarman y se arman nuevas filas y se pasa a la siguiente etapa, en apariencia la última.

La vuelta final

Son las ocho de la mañana, hora original de la entrevista y ya estoy sentado junto a un numeroso grupo de personas en sillas metálicas que se agrupan de a seis. Frente a mí se ubica una familia que ocupa todo un pack de asientos. A los tres hijos, todos varones menores de edad, se les nota fastidiados mientras que los padres lucen somnolientos.

A mi lado se ubica un jugador de fútbol que, por lo que comenta, lleva la carpeta de todo el equipo aunque viene a pedir sólo por él.
Un funcionario nos mueve a la fila final frente a las taquillas donde los empleados consulares dan -frente a una muchedumbre esperando a espaldas- la aprobación o el rechazo a la visa.

Aquí se ve parte de la fauna inicial gritando o llorando, intentando justificar en vano. Otros salen rejuvenecidos con una sonrisa y se alejan hacia al trámite posterior.  Es en este momento donde se recuerdan todos los consejos, todas las enseñanzas. Resuena la frase “su visa ha sido aprobada”, pese a que en ningún momento se escucha como uno la imagina.

Se acerca mi turno. A mi lado queda la chica de la cola de la mañana, la de los pantalones color violeta y la larga melena. Renata. Se sonríe. Algo nerviosa pronuncia con voz seca: “suerte”. Le devuelvo el gesto.

Antes de mí se ubica el futbolista, que habla al agente consultar con inglés tosco pero fluido.  Esto hace que al retirarse el funcionario preguntase si me podía hablar en este idioma.

Le indico, lo mejor que puedo en su lengua natal, que no hay problema. Se sonríe y me dice que lo hará en español. “Era una prueba”, pensé. Al final no escuché la oración que tanto retumbaba en mi cabeza sino que me devolvía mi pasaporte con un papel con la odiada frase “usted ha sido considerado inelegible”.

Pocos viajes al exterior en los últimos años fueron parte de la justificación. Agradecí y di los buenos días. Bajé al área de taxis y allí estaba la familia de las sillas. También les fue mal pero agradecían haber salido de eso. Me los toparía más tarde en un supermercado comprando detergente, haciendo otra cola más, subsistiendo y pensando en el futuro en cualquier lugar donde no rechazaran los productos o las visas.

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