Publicado por: David Padilla g domingo, 15 de junio de 2014


El domingo del día de los padres es menos caótico que el de las madres. No sé si será por la falta de padres, si la madre asume ambos roles o simplemente porque todo el dinero del año se va en el primer evento.


Lo cierto es que la mañana de esta fecha lucía en algún momento prometedora pensando en que todos estarían en casa viendo algún partido del Mundial de Fútbol junto a la figura paterna.


Apreté el paso nada más para ver cómo perdí la quiniela. Habían llenado los anaqueles con margarina, papel sanitario,  leche descremada y leche condensada, rubros más buscados que los propios malandros en este país.


“Dos por persona”, indica en la entrada un empleado. La escasez se evidencia desde el momento en el que toca tomar un carro del mercado: no existen, hay que “zamurearlos”, estar pendiente de que alguien finalice de cargar su compra en la caja para tomar el que dejó.


Tres maldiciones después a la economía y al gobierno, me veo en una cola que atraviesa la totalidad de la gigantesca sede del comercio.  “Disculpa, dónde conseguiste eso”, me pregunta una señora por la leche. Le indico el lugar y otras dos personas hacen la misma interrogante.


“Pendiente chamo que aquí te roban las cosas si te descuidas”, dice un señor buscando cruzar en un abarrotado pasillo.


En esas idas y venidas, de revisar lo que faltaba en la compra, dos ancianos italianos, el que iba justo delante y el otro a espaldas de mí, se encuentran. Se miran fijamente. Se abrazan. Lloran.


“35 anios Carmelo, 35 anios”, grita el de atrás. La muchedumbre se armaba porque creían que sacaban algo del depósito pero se robustecía ante este evento.


La gente al final pedía premura y las lágrimas tuvieron que secarse rápidamente. Conversaban entre mercados, conmigo de atravesado, empujando ambos carros hacia adelante cuando la nostalgia apretaba.


El anciano detrás de mí terminó presentando a su esposa y al nieto que recién llegaba (éste, a sus veintitantos, le pedía la bendición juntando las manos como en una plegaria y con el respectivo beso en la mejilla) mientras el que era conocido como Carmelo desplegaba una larga lista de fotografías que llevaba en su billetera.



Ya en la caja, quedé en la número seis junto a Carmelo, sonriente, cargado con paquetes y bolsas que rebozaban su carro y todavía secándose las mejillas.

No le pregunté pero me indicó que la persona que saludaba era como su hermano, que comenzaron al mismo tiempo su negocio en Venezuela al llegar de Italia y le había perdido el contacto hasta hoy, el día del padre en el que había margarina en los anaqueles de aquel supermercado.


Se disculpó conmigo para ir a quitarle el número telefónico. Regresó con un amigo más en su agenda pero también con una preocupación: sólo dejaban sacar dos cajas de cereal por persona y él quería llevarle cuatro a su nieta.


Le quité la cara de angustia al ofrecerle pagarlo con su dinero pero a mi nombre. Me extendió un abrazo de agradecimiento y tras recibir el vuelto de manos de la cajera se despidió más eufórico que como entró.


Miro el reloj. Había pasado hora y media desde mi llegada a buscar un poco de carne y algunas verduras. Me llevaba pollo, leche y otras cosas que creí que no necesitaba, como ver el encuentro fortuito de Carmelo, que en medio de tanta escasez encontró un poquito de felicidad y la compartió con un venezolano.


“Increíble esto”, dije en voz alta mientras pagaba. La cajera levanta las cejas y hace un gesto de resignación: “Más bien agarraste todo tranquilo”.

 

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