Archive for septiembre 2014

47 días de vacaciones

Vista de Adícora desde el balneario (Foto: propia )
Los gremios de LUZ se fueron de vacaciones. Nos pagaron antes de finalizar julio. Vacié mi escritorio. Me comí el último yogurt que tenía en la nevera de la oficina. Tuvimos un compartir con tequeños. Salí de vacaciones. Hice la prueba de nivelación en japonés. No me fui de Maracaibo para seguir estudiando inglés en el Cevaz. Me inscribí en el nivel 18.

Pagué las tarjetas de crédito. Dejé pago hasta octubre el gimnasio. Viajé a Valera. Me quedé dormido bebiendo. Comí chorizo. Compré cerveza Zulia cara. Regresé a Maracaibo. Compré una cámara réflex digital. Comencé clases en el nivel 18. Conseguí otro cliente y le administro la Web. Se fue la luz en la noche y maldije mucho. Escribí varios textos para otro cliente. Envié muchos correos. Fui a Coro.

Me comieron los zancudos. Me pasé a Adícora. Me monté en una camioneta con locos meneando la chapa. Me bañé en la playa donde pasé mi niñez. Dormí en una casa sin protección en las ventanas y sin ninguna tapa en la poceta. Volví a Coro.

Casa de los Pájaros, en Coro (Foto: propia)
En el regreso a Maracaibo esperamos a un borracho para que se montara en el carro, casi chocamos y al final nos paró la guardia. Llegué bronceado. Regresé a clases. Me inscribí en el nivel 19. Me estresé por enviar más textos. Un gato se quedó en la casa y ahora lo cuidamos. Me encontré a un compañero de la oficina tres veces en distintos lugares. Vi las primeras lluvias tras la sequía.

Lancé un nuevo sitio Web. Regresé por segunda vez a Valera. Compré dos botellas de ron. Comí pasticho. Se fue el agua varias veces. Hice cola en el super para comprar 2 afeitadoras, 4 pastillas de jabón, 1 lavaplatos líquidos y 2 suavizantes. Compré dos películas en Bluray y cuatro en DVD a buen precio. Fui a un cumpleaños infantil. Tomé fotos con la nueva cámara. Regresé a Maracaibo.

Nos trajeron una perra pequeña a la casa para cuidar. Se llama Pinchi. Me conseguí a otro, un cachorro recién nacido. Lo puse en adopción. Lo adopté. Lo llevé al veterinario. Celebramos el segundo año de mi sobrina. Tomé varias fotos. Bebí cerveza. Pagué dos talleres, un curso y un concierto para los próximos meses. Pasé el despecho por la muerte de Cerati.

Volví a pagar mis tarjetas de crédito. Fui a pagar el servicio de agua. Compré y sembré dos pares de plantas para la casa. Me puse al día con el gremio de periodistas. Renové mi carné. Fui al médico para revisar mi tos. Pagué una cuarta parte de un sueldo mínimo por mi tratamiento. Fui a ortodoncia para tener otro mes más de aparatos en los dientes. Averigüé en la alcaldía para formalizar mi negocio.

Los gremios de LUZ se reincorporaron hasta mediodía. Me corté el cabello tras tres meses. Presenté mi examen final del Cevaz. Compré mucho atún. Vacié la biblioteca. Boté unos libros. Doné otros libros. Organicé la comida para la semana. Supe que los gremios se desincorporaron. Escribí sobre mis 47 días de vacaciones en mi blog. Suspiré. Largo. Me tomé un buen café. Espero a comenzar de nuevo.
domingo, 21 de septiembre de 2014
Publicado por: David Padilla g

Poesía bajo la lluvia


Llueve. El techo de Maracaibo se cae a pedazos, gota a gota. Es de tarde pero las nubes ocultan temprano al cielo haciéndolo parecer de noche. En el pasillo del piso tres de una clínica en la avenida Delicias, entre el consultorio odontológico y el del otorrinolaringólogo, se ubican dos coquetas señoras, una mayor que la otra, esperando a un asistente dental llamado Eduardo.

El joven, en sus veintitantos, las deja esperando mientras ellas conversan, como si les faltara el café para ponerse al día. Son físicamente similares, tal vez hermanas o primas. Una se sienta en el extremo de la incómoda silla metálica mientras revisa el celular. La otra lleva su cabeza al espaldar mientras cuenta risueña, intentando hacer bucles en su cabello liso, cómo ha cambiado la vida desde que ella era niña.

“Con 1000 dólares, que ya era mucho en mi época, fui y vine al Machu Picchu mientras (fulanita, aparentemente su hija) viajó con 250 y tenía desde pasajes hasta traslados”, dice sin perder la postura mientras la segunda asiente sin quitar la vista del teléfono.

La de la anécdota sonríe. Se acomoda sobre su pierna derecha y se coloca frente a la otra, como si le contara un chisme. Fueron varios. Historia de vecinos, de familiares y otros pormenores sin aparente importancia.

Una llamada interrumpe el momento. La del cabello liso y corto se acomoda nuevamente y responde.

“Muchacha sacá el pipote y ponelo debajo de ese chorro (de agua). Con eso me baño yo en la noche”, comenta a su interlocutora en su casa donde aparentemente sigue lloviendo.

Una rápida mirada a la ventana indica que el cielo ha dejado de desprenderse con euforia. Las chicas mantienen algunos minutos de silencio hasta que una menciona una poesía.

La cita de memoria como si tuviera el poemario en sus piernas. Da detalles similares a los que un fanático indica al hablar de los efectos especiales o el guión de su película favorita. La otra sale de su letargo y la acompaña. La conversación deja de ser una cháchara entre doñas para volverse íntima, mágica si cabe la cursilería.

La risueña continúa recitando. Su posible familiar la interrumpe para convertirse en segunda voz del autor. Alternan cada verso con una facilidad impresionante, como si ese instante en esos incómodos y fríos asientos lo hubiesen ensayado durante meses.

Se ríen. Rejuvenecen con cada sonrisa. Finalizan con un largo suspiro y vuelven a sus posiciones originales: un extremo con vista al celular y el otro con la cabeza en la parte superior del asiento, dando vueltas tontamente con el dedo a sus cabellos.

“Me encanta la poesía”, afirma sin abandonar sus gestos.

El entorno se revuelve con la entrada y salida de pacientes a los consultorios. Ya no hay más magia entre la dupla. La camaradería queda silente, intacta, con expresiones momentáneas de alegría pero de recuerdos eternos en esa tarde lluviosa en Maracaibo.
lunes, 15 de septiembre de 2014
Publicado por: David Padilla g
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El perro encontrado


Eran las diez de la mañana y el sol agitaba el asfalto, lo alborotaba, lo convertía gradualmente en ríos impenetrables de lava que derretían lentamente a los transeúntes.

Allí estaba yo saliendo del gimnasio, intentando ajustarme los necesarios lentes, calculando cuanta basura y malas aceras debía esquivar para pagar el servicio de agua cuando vi el minúsculo saco de carne color marrón que destacaba entre las paredes blancas.

Pasé por un lado. Me hice el que no se babeaba por tocarlo y lo detallé. Era un cachorro de unos días de nacido. No había madre, dueño, bolsa con desperdicios, árbol ni nada parecido cerca. El único acobijo era la sombra de un muro que estimé desaparecería a mediodía.

Lo ignoré. Continué mi camino pensando en los pendientes y en todo lo que tenía que hacer.  "De seguro alguien se lo consigue y lo ayuda", me dije.

Seguí derecho. A cuadra y media el estómago, el remordimiento, la conciencia o como lo que quieran llamar me jaló. Recordé a mis perros, a algunos que murieron por falta de atención adecuada y a todos los que pude haber salvado.

Me detuve en la esquina analizando los problemas que traería llevarme a ese perro o el cuidado que le debía dedicar. Lo vi moviéndose lentamente desde el otro lado de la calle.

Crucé, me acerqué y saqué del bolso una toalla sudada hasta la última hebra. Lo abrigué y lo cargué en los brazos. Apenas se movía. Al frente sólo había un centro comercial con locales cerrados y diagonal una obra en construcción. Pregunté a los obreros sobre el perro y comentaron que tenían rato viéndolo pero no sabían quién lo había puesto allí.

No había ninguna casa desde el punto donde lo tomé. Sólo un estacionamiento que finalizaba con una impenetrable puerta a un desconocido negocio y sin un vigilante a quien preguntar. “Te vienes conmigo”, le dije a la masa de unos veinticinco centímetros.

En las seis o siete cuadras hasta mi casa sentía las miradas de aquellos que veían, entre curiosidad y novedad, a un maracucho en ropa deportiva cargando en una toalla a un cachorro.

Agradeció la fórmula infantil que quedó de mi sobrina. La tomó varias veces primero por una inyectadora, luego de un tetero viejo. Tomé la respectiva foto y la compartí en cuentas de adopción en Instagram. Solamente niñas que no tenían ni saldo para llamarme (se limitaban a mensajes de texto) respondieron. Descarté de momento la opción hasta que un adulto se comunicara conmigo.

Al tercer día lo llevé a la clínica veterinaria. La doctora le calculó tres semanas de nacido. Tenía algunos parásitos pero estaba bien. Por los detalles que le di, me explicó que el día que lo recogí no caminaba por deshidratación y en algunas horas probablemente hubiese muerto en aquella esquina.

Decidí quedármelo. Le agradecí a la doctora y lo volví a traer a casa, ahora también suya.  Le cambié la tela en la que lo mantenía y entre varios nos turnamos su alimentación.  Las calles de Maracaibo siguen estando hoy como ríos de lava, hirviendo igual que el propio infierno, pero ya no está por ahí. En adelante, sigue conmigo.
sábado, 13 de septiembre de 2014
Publicado por: David Padilla g

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