Publicado por: David Padilla g lunes, 15 de septiembre de 2014


Llueve. El techo de Maracaibo se cae a pedazos, gota a gota. Es de tarde pero las nubes ocultan temprano al cielo haciéndolo parecer de noche. En el pasillo del piso tres de una clínica en la avenida Delicias, entre el consultorio odontológico y el del otorrinolaringólogo, se ubican dos coquetas señoras, una mayor que la otra, esperando a un asistente dental llamado Eduardo.

El joven, en sus veintitantos, las deja esperando mientras ellas conversan, como si les faltara el café para ponerse al día. Son físicamente similares, tal vez hermanas o primas. Una se sienta en el extremo de la incómoda silla metálica mientras revisa el celular. La otra lleva su cabeza al espaldar mientras cuenta risueña, intentando hacer bucles en su cabello liso, cómo ha cambiado la vida desde que ella era niña.

“Con 1000 dólares, que ya era mucho en mi época, fui y vine al Machu Picchu mientras (fulanita, aparentemente su hija) viajó con 250 y tenía desde pasajes hasta traslados”, dice sin perder la postura mientras la segunda asiente sin quitar la vista del teléfono.

La de la anécdota sonríe. Se acomoda sobre su pierna derecha y se coloca frente a la otra, como si le contara un chisme. Fueron varios. Historia de vecinos, de familiares y otros pormenores sin aparente importancia.

Una llamada interrumpe el momento. La del cabello liso y corto se acomoda nuevamente y responde.

“Muchacha sacá el pipote y ponelo debajo de ese chorro (de agua). Con eso me baño yo en la noche”, comenta a su interlocutora en su casa donde aparentemente sigue lloviendo.

Una rápida mirada a la ventana indica que el cielo ha dejado de desprenderse con euforia. Las chicas mantienen algunos minutos de silencio hasta que una menciona una poesía.

La cita de memoria como si tuviera el poemario en sus piernas. Da detalles similares a los que un fanático indica al hablar de los efectos especiales o el guión de su película favorita. La otra sale de su letargo y la acompaña. La conversación deja de ser una cháchara entre doñas para volverse íntima, mágica si cabe la cursilería.

La risueña continúa recitando. Su posible familiar la interrumpe para convertirse en segunda voz del autor. Alternan cada verso con una facilidad impresionante, como si ese instante en esos incómodos y fríos asientos lo hubiesen ensayado durante meses.

Se ríen. Rejuvenecen con cada sonrisa. Finalizan con un largo suspiro y vuelven a sus posiciones originales: un extremo con vista al celular y el otro con la cabeza en la parte superior del asiento, dando vueltas tontamente con el dedo a sus cabellos.

“Me encanta la poesía”, afirma sin abandonar sus gestos.

El entorno se revuelve con la entrada y salida de pacientes a los consultorios. Ya no hay más magia entre la dupla. La camaradería queda silente, intacta, con expresiones momentáneas de alegría pero de recuerdos eternos en esa tarde lluviosa en Maracaibo.

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