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La resistencia

Foto: Carlos Sosa

Respiró fuerte y se vio la sangre en la mano derecha. Le pareció que había pasado mucho tiempo acostado en mitad del pasillo del edificio mientras vecinos, amigos y curiosos trataban de auxiliarlo.

Alguien había improvisado una especie de almohada con una desgarrada franela para hacerlo sentir más cómodo pero al contrario, sentía que aquella leve elevación le acentuaba el dolor del disparo que llevaba cerca de las costillas.

“De…de…déjame acostado en el piso”, llegó a decir a otro desgarbado encapuchado que estaba arrodillado a la altura de su cabeza.

Con la frente ya sin obstáculos, pudo respirar mejor. Mientras hacía presión con su mano izquierda en la herida que se extendía por su torso, pensaba -entre delirios- que de haber estado con algunos kilos adicionales probablemente no hubiese tenido ese problema.  

Sabía que justo por eso había ido a protestar en la calle esa tarde de mayo. Desde hacía rato en la nevera de su apartamento alquilado no había más que agua, hielo y unos cuantos pequeños envases con salsas que había ido reuniendo de las veces que había podido comer en la calle.

Las proteínas, los carbohidratos y todo lo que en condiciones normales en un país debería poder obtener un estudiante universitario él no lo había podido costear.

Supo semanas antes que varios de la comunidad se habían organizado para unirse a las protestas aisladas que estaban ocurriendo en su ciudad contra el gobierno. Cuando un conocido le llegó a preguntar si quería unirse, sin dudarlo se acercó al día siguiente a participar.

Aquella tarde, mientras se acercaba la noche y se hallaba tirado en el piso mientras todos corrían a su alrededor, dudaba si había sido lo correcto.

Pensaba en su mamá, sus tíos y sus hermanos. Estaban a cientos de kilómetros, en su tierra natal, trabajando desde bien temprano para generar lo suficiente para pagar el alquiler en un pequeño apartamento que terminó estando en la zona de conflicto.

“Por ellos es que salí”, se dijo, cerrando así la diatriba que tenía para sí entre largas respiraciones y eventuales cambios en la herida que ya se comía con sangre cualquier harapo que intentase contenerla.

Pensó que allí acostado encontraría su final. Vio a su alrededor y se encontró con varios compañeros de la universidad que a pesar de contar con capuchas improvisadas en sus rostros hechas con franelas y pantalones, los reconocía. A pocos metros, una señora vestida con una colorida bata oraba en silencio con un rosario de madera en la mano.

Muy a lo lejos veía que abrían paso a varias personas. Calculaba que tuviesen su edad, aunque a diferencia de él, vestían prendas que solo había visto en televisión para entrar a quirófano o que a veces se encontraba en el bus de la tarde y que sabía venían de la Facultad de Medicina. Llevaban puestos cascos blancos con cruces en la parte frontal que se asemejaban a la Cruz Roja.

Cerró los ojos ante el dolor que ya había aumentado. Respiró profundo y sintió que las voces se desperdigaban hasta volverse murmullos.

Ya no estaba en ese piso sucio y ensangrentado sino en el patio trasero de su casa natal, entre las montañas. Los grillos aún sonaban mientras sus hermanos le golpeaban en la cabeza para recordarle que las verduras y hortalizas debían limpiarse antes de llevarlas al camión.

Mientras se desperezaba, intentando acomodar su melena de color negro azabache, su madre estiraba el mantel de plástico en la cocina para acomodar en el plato de peltre una arepa con huevo revuelto que, viendo las orillas, había pasado mucho tiempo en el budare.

“Después de que coma me revisa la bombona de gas”, le indicaba ella mientras aplaudía dando forma a un trozo de masa de maíz.

Mientras cepillaba sus dientes pensaba lo tranquilo que era ese espacio y lo hermoso que era estar en él. Luego recordó la herida a un costado.

Cuando abrió los ojos ya no estaba en aquella tierra de clima húmedo sino en una camilla en una agitada sala de emergencia. Ya no había rastros de voces conocidas. Eran lo que creyó decenas de personas revisando esa salida de sangre que tenía.

Así lo recordó meses más tarde mientras veía por la ventana de su apartamento. Las calles ya no tenían obstáculos como en cada convocatoria de resistencia. Ni siquiera los árboles que brevemente allí recordaba.

Solo veía gente buscando cualquier sombra para protegerse mientras llegaba un bus. Se tocó la ahora cicatriz que tenía y pensó en su futuro. No lo veía en ese lugar que llamaba hogar ni en la carrera por la que su familia apostaba.  Era momento de seguir adelante, de mantener la lucha aunque ya no en aquel lugar en el que alguna vez defendió  con su vida.  
miércoles, 18 de octubre de 2017
Publicado por: David Padilla g

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