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- La resistencia
Publicado por: David Padilla g
miércoles, 18 de octubre de 2017
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Foto: Carlos Sosa |
Respiró
fuerte y se vio la sangre en la mano derecha. Le pareció que había pasado mucho
tiempo acostado en mitad del pasillo del edificio mientras vecinos, amigos y curiosos
trataban de auxiliarlo.
Alguien
había improvisado una especie de almohada con una desgarrada franela para hacerlo
sentir más cómodo pero al contrario, sentía que aquella leve elevación le
acentuaba el dolor del disparo que llevaba cerca de las costillas.
“De…de…déjame
acostado en el piso”, llegó a decir a otro desgarbado encapuchado que estaba
arrodillado a la altura de su cabeza.
Con la frente
ya sin obstáculos, pudo respirar mejor. Mientras hacía presión con su mano
izquierda en la herida que se extendía por su torso, pensaba -entre delirios- que
de haber estado con algunos kilos adicionales probablemente no hubiese tenido ese
problema.
Sabía que justo
por eso había ido a protestar en la calle esa tarde de mayo. Desde hacía rato
en la nevera de su apartamento alquilado no había más que agua, hielo y unos
cuantos pequeños envases con salsas que había ido reuniendo de las veces que
había podido comer en la calle.
Las
proteínas, los carbohidratos y todo lo que en condiciones normales en un país
debería poder obtener un estudiante universitario él no lo había podido
costear.
Supo
semanas antes que varios de la comunidad se habían organizado para unirse a las
protestas aisladas que estaban ocurriendo en su ciudad contra el gobierno. Cuando
un conocido le llegó a preguntar si quería unirse, sin dudarlo se acercó al día
siguiente a participar.
Aquella
tarde, mientras se acercaba la noche y se hallaba tirado en el piso mientras
todos corrían a su alrededor, dudaba si había sido lo correcto.
Pensaba en
su mamá, sus tíos y sus hermanos. Estaban a cientos de kilómetros, en su tierra
natal, trabajando desde bien temprano para generar lo suficiente para pagar el
alquiler en un pequeño apartamento que terminó estando en la zona de conflicto.
“Por ellos
es que salí”, se dijo, cerrando así la diatriba que tenía para sí entre largas
respiraciones y eventuales cambios en la herida que ya se comía con sangre
cualquier harapo que intentase contenerla.
Pensó que
allí acostado encontraría su final. Vio a su alrededor y se encontró con varios
compañeros de la universidad que a pesar de contar con capuchas improvisadas en
sus rostros hechas con franelas y pantalones, los reconocía. A pocos metros,
una señora vestida con una colorida bata oraba en silencio con un rosario de
madera en la mano.
Muy a lo lejos
veía que abrían paso a varias personas. Calculaba que tuviesen su edad, aunque
a diferencia de él, vestían prendas que solo había visto en televisión para entrar
a quirófano o que a veces se encontraba en el bus de la tarde y que sabía venían
de la Facultad de Medicina. Llevaban puestos cascos blancos con cruces en la
parte frontal que se asemejaban a la Cruz Roja.
Cerró los
ojos ante el dolor que ya había aumentado. Respiró profundo y sintió que las
voces se desperdigaban hasta volverse murmullos.
Ya no
estaba en ese piso sucio y ensangrentado sino en el patio trasero de su casa
natal, entre las montañas. Los grillos aún sonaban mientras sus hermanos le
golpeaban en la cabeza para recordarle que las verduras y hortalizas debían
limpiarse antes de llevarlas al camión.
Mientras se
desperezaba, intentando acomodar su melena de color negro azabache, su madre estiraba el
mantel de plástico en la cocina para acomodar en el plato de peltre una arepa
con huevo revuelto que, viendo las orillas, había pasado mucho tiempo en el
budare.
“Después de
que coma me revisa la bombona de gas”, le indicaba ella mientras aplaudía dando
forma a un trozo de masa de maíz.
Mientras
cepillaba sus dientes pensaba lo tranquilo que era ese espacio y lo hermoso que
era estar en él. Luego recordó la herida a un costado.
Cuando
abrió los ojos ya no estaba en aquella tierra de clima húmedo sino en una
camilla en una agitada sala de emergencia. Ya no había rastros de voces
conocidas. Eran lo que creyó decenas de personas revisando esa salida de sangre
que tenía.
Así lo
recordó meses más tarde mientras veía por la ventana de su apartamento. Las
calles ya no tenían obstáculos como en cada convocatoria de resistencia. Ni
siquiera los árboles que brevemente allí recordaba.
Solo veía gente
buscando cualquier sombra para protegerse mientras llegaba un bus. Se tocó la
ahora cicatriz que tenía y pensó en su futuro. No lo veía en ese lugar que
llamaba hogar ni en la carrera por la que su familia apostaba. Era momento de seguir adelante, de mantener la
lucha aunque ya no en aquel lugar en el que alguna vez defendió con su vida.