Publicado por: David Padilla g miércoles, 8 de junio de 2016

Foto: sin crédito adjudicado
El sol de Panamá era en ese momento tan picante como el de Maracaibo, esa ciudad de la que salió despavorido huyendo de la inflación y de la alta inseguridad. Llevaba algunas semanas sin documentación legal, extrañando las mandocas de desayuno y la cuenta abierta -y casi ilimitada- que tenía para sus cenas en un puesto de hamburguesas en la avenida Las Delicias.

Llevaba varias semanas trabajando en un taller mecánico en un acomodado sector en el centro. Lograba llegar tras cada jornada a un cuarto alquilado con las manos llenas de aceite y con una de las pocas camisas que empacó sudada hasta la última hebra, pero con varios dólares en su billetera que pese a que en este espacio lucía como poco, gracias al distorsionado cambio era una millonada que permitía ayudar a su hijo y a su familia en su tierra natal.  

Ya en los primeros días le había costado asimilar el choque cultural de un venezolano en un país que no había sido transformado a ruinas como el suyo. En la casa donde había alquilado habitación alguien le comentó que a pocas cuadras había un pequeño abasto donde podía surtirse de lo necesario a buen precio y no creyó, hasta llegar, que eso fuese cierto.

Salió feliz entonces de aquel sitio con más rollos de papel sanitario de los que necesitaba. Había encontrado incluso una mermelada de una fruta cuyo sabor ya ni recordaba. Mientras pensaba las mil maneras de cómo untarla con todo el contenido que había en la bolsa, un susto reconocido tocó cada nervio en su cuerpo.

El sonido de una moto, en aquella calle solitaria, era para él un indicio de que pronto debería entregar sus pertenencias, incluyendo su paga de la semana y aquel teléfono Apple con el que tantas tuercas había tenido que engrasar para comprarlo.

Después de encomendarse a cuanto santo recordaba o cuyos nombres inventaba, se volteó para darse cuenta de que solo era un chico de entregas de comidas a domicilio que trataba de conseguir una dirección. Desde ese momento se dijo a sí mismo que nunca más tendría el miedo que tanto había desarrollado en su sitio de origen.  

Por eso algunas noches después le pareció insignificante ver a tantos niños intentar robarlo. Eran tres y el mayor no pasaba de los catorce años.  Venía en su trayecto habitual pero el clima se prestaba para desviarse y recorrer un poco la ciudad. Fue allí que llegó a un tramo en el que los jóvenes rufianes aprovecharon la falta de iluminación para acercarse con navajas que perfectamente se podrían ocultar en bolsillos.

Vení y clavámelo en el pecho”, amenazó el maracucho con su acento rajado. No tenía miedo. Ya le parecía tan amateur la experiencia de intentar extorsionarlo con un cuchillo para mantequilla que hasta les daba lástima y pensó en darles el de mayor tamaño que él tenía en su morral.

Los asaltantes contrariados no supieron qué hacer ante los insultos del venezolano que hasta le tocaba el brazo al que tenía el filo más cercano para pedirle que intentara hacerle daño.

“Este lo que está es endrogao”, escuchó a decir a uno de los atracadores antes de que salieran espantados sin el botín que esperaban. Pese a que se sentía invencible, procuró desde entonces no recorrer nuevas rutas desconocidas, al menos en horarios donde la oscuridad ayudara a las actividades delictivas.

Al llegar a casa se lavó con abundante jabón las manos y el rostro, devoró una cena ligera y se lanzó a la cama. Acostado bajo las sábanas analizó en frío la situación y pensó que podría tener más noches así, que otros considerarían peligrosas pero que para él resultarían un paseo del que ya estaba vacunado. Había vivido peores escenarios y todos lo había superado en Venezuela. Estaba listo para seguir adelante.

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