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Mientras no hay luz
En automático se enciende ese protocolo que se ha creado silenciosamente, de forma progresiva ante las repeticiones, donde cada miembro de la familia se alinea para ir a ese punto en el que se ha convertido la terraza, refugio ante el sofocante calor.
“Te asomas por aquí (señala la ventana del estudio) y ves como este otro sector está con luz”, dice Juan, el hijo mayor de la familia. Vive con su mamá, hermana, hermano y su abuela.
Desde que reiniciaron los ciclos del llamado “Plan de restricción del servicio” (antes denominado “Plan Nacional de Administración de Carga”) siempre les había tocado en momentos donde todos estaban en clases o trabajaban, pero en los últimos meses se han acentuado las interrupciones en horarios donde todos confluyen en la vivienda.
En su kit de emergencia se incluye una pequeña linterna que compró en el supermercado y un Nintendo 3DS. Comenta cómo en su casa al principio hablaban entre ellos. “Pero ya sólo nos limitamos a esperar (…) mi hermanito sabe que lo primero que debe hacer es agarrar el celular y tuitear”, indica.
A su juicio, una de las prácticas que le dejó los eventos de febrero de 2014 fue reportar en la red social con hora y lugar para que quede reflejada la denuncia, en este caso con el hashtag
#Sinluz.
“Mi mamá le tenía como miedo a su celular pero con el tiempo libre le ha dado por aprender todo eso”, dice mientras guarda con cuidado lo que considera su arma de protesta: su teléfono inteligente.
Juego a oscuras
Beatriz (o Betty, como le gusta a la mamá de Juan que le llamen) después de aprender a usar Twitter y Facebook a través de su celular, dice que se olvidó de los canales de televisión que usualmente veía. “Cuando vienen los apagones es que más reviso todo esto”,señala.
Desde que el servicio comenzó a fallar de noche, bajaba los doce pisos del edificio para compartir con los vecinos. “Allí fue que me enteré de que juegan dominó cada vez que se va la luz y hasta un torneo tienen armado con la torre B (el edificio hermano dentro del conjunto residencial)”.
En el salón de festejos de la vivienda se consiguen pocas personas para la cantidad de cerveza que hay. Se mantienen frías, según destaca Betty, porque la nevera de la conserjería escarcha (mantiene el hielo adherido a sus paredes) y pasan horas antes de que se descongele.
El conserje, con remarcado acento colombiano, lo confirma: “Si el apagón cae un jueves o viernes, aquí amanecen bebiendo y jugando incluso después de que regrese la luz”.
Pese a no jugar, Betty asegura que gracias a esta situación pudo ver tanto a opositores como oficialistas contando bajo una cerveza light bien fría y “trancando” la partida, cómo les molesta lo que se vive en el país.
“Yo trataba de mantenerme calladita pero siempre salía el tema de la escasez de cualquier vaina y hablaba. Por lo menos no era la única”, afirma.
Dejó de asomarse a la actividad comunal cuando su mamá no la acompañó más. “Ella ya no quería bajar las escaleras y yo no la iba a dejar sola arriba”. Las actividades entonces se mantienen en casa con abanico y teléfono en mano.
Al preguntársele sobre alguna reflexión de todo lo que ha visto, no lo piensa mucho porque las interrupciones de electricidad le han dado –en apariencia- la oportunidad de construir la respuesta: “El estado, con la ley del trabajo, nos da dos días continuos de descanso que por alta inflación no puede ser más que en la casa (…) pero llegas y no hay luz y tampoco agua porque además de que está racionada la bomba enciende solamente con electricidad. Ya casi que va a ser insufrible hasta respirar”.
La bombilla se enciende tras dos horas, anunciando que se acabó el racionamiento, al menos por ese día. La misma fila que llevó a Juan y a Betty junto a su familia a la terraza los lleva a sus camas. El último que queda, que decidió rezagarse o simplemente fue al baño, le toca apagar la luz y dormir.
Crédito imágenes: propias (2014)
A la orden en Canadá
Mis hijos bajo mi techo
Foto: Propia (2007) |
Publicado originalmente en El Toque, de RNW
Es un hombre que destaca, con orgullo, que ha llegado a sus sesenta y cinco años sin deberle nada a nadie y que lo que gana cada día a bordo de un vehículo sin aire acondicionado se lo dedica a tiempo completo a su descendencia.
El retoño mayor, de treinta y tantos atardeceres, quiso una vez independizarse, seguir adelante junto a su novia y vivir en una archiconocida situación de hacinamiento con la suegra, subsistiendo en base a lo que ganaba trabajando en una carnicería.
“Cuando mi mujer me dijo eso, yo lo agarré, lo senté y le dije que si no se iba a graduar de lo que fuese hasta de un politécnico, de la casa no se movía”, comenta el taxista mientras hace ademanes al auto de delante para que termine de cruzar en pleno embotellamiento vial.
De acuerdo a su historia, el primogénito desvió su camino como cortador de carnes gracias a él, para convertirse en taxista como su padre. “Comenzó en varios centros comerciales, pero allá no podía pagar el diario (la renta que diariamente cancela al dueño de un carro para que lo trabaje como taxi). Entonces yo me lo traje para acá, para el terminal y le fue `miamorcontequiero”, comenta.
Luego de conseguirle un cupo dentro del mismo espacio donde trabaja, logró pagar la inicial de una unidad propia. Nunca se fue de la casa porque Carlos le ofreció parte de su terreno para construir. “Ahí va dándole, echándole pichón”, dice con cierta dificultad mientras rechina el volante al cruzar a la izquierda.
Como un burro de ocho a seis
Carlos dice que a su hija “no le ha pedido nada y ha dado la talla”. “Se graduó con honores y, allí la ves, trabajando como un burro de ocho a seis”, añade. Las arrugas se repliegan ante el brillo en sus ojos. No hay cansancio en su mirada cuando habla de su hija, la segunda en la sucesión pero –aparentemente- la primera dentro de su corazón.
Se casó con un ingeniero y ambos trabajan en la principal compañía petrolera del estado venezolano. En la pared de la cocina-sala de sus padres, el título universitario de contadora quedó colgado junto a una versión del cuadro de La Última Cena.
“Ella le consiguió a su mamá una pensión. Conmigo quiso hacerlo, pero yo le dije tajantemente que no, que vivo con mi diario, aunque varias veces me ha sacado las patas del barro” afirma. Cruza por la principal avenida comercial y se consigue una gigantesca cola.
Solos al final
El menor de los hijos de Carlos tiene 21 años. “En la mañana la mamá (su esposa) le hace huevos, caraotas y friticas (plátano maduro frito) y le echa queso. Carajo, se va bien resuelto para la universidad”. Comenta cómo le da de lunes a sábado 200 Bolívares.
“Y se gasta 4 nada más, porque usa transporte público y el agua se la lleva siempre de la casa”. Las verdaderas razones las revela más adelante, casi llegando al posgrado a donde llevaría al pasajero: con su mesada paga los estudios de su novia, además de gastos como libros, útiles y hasta cine.
Un día el benjamín de la familia le comentó al taxista que quería llevar a vivir a su pareja dentro de su ya poblada vivienda para eventualmente convertirla en su esposa. “Yo le dije a mi mujer que al final íbamos a estar solos y ellos son los que nos van a enterrar. Lo entendió y allí están, acompañándonos”.
Reconoce que en algún momento la situación debe cambiar, pero no va a ser él quien marque la diferencia. Simplemente quiere disfrutar de sus hijos, de su esposa y, algún día, hasta de sus nietos mientras todavía respira y pueda trabajar día a día.
Llega al posgrado, el destino final. Cobra sesenta bolívares por el trayecto y detalla al pasajero. No pasa de 30 años. Antes de marcharse se ajusta el cinturón de seguridad. Sonríe, abre la boca y a modo de bendición de un padre comenta sus últimas palabras antes de acelerar: “Estudie mijo, estudie. Vaya y eche pa lante”.
La restricción suena en la gaita al tono del reggaetón
Imagen: Runrun.es |
Imagen: Bancaynegocios.com |
Imagen: Másquenoticia.com |