Publicado por: David Padilla g lunes, 14 de julio de 2014

Foto: Propia (2007)
“Muertos o graduados, esa es la única manera de que salgan los hijos de mi casa” resalta Carlos manejando su taxi. Debajo de aquel pálido cielo, suena en su radio un vallenato mientras transporta un pasajero desde la Terminal Terrestre hasta el posgrado de una reconocida universidad del occidente venezolano.

Publicado originalmente en El Toque, de RNW

Es un hombre que destaca, con orgullo, que ha llegado a sus sesenta y cinco años sin deberle nada a nadie y que lo que gana cada día a bordo de un vehículo sin aire acondicionado se lo dedica a tiempo completo a su descendencia.

El retoño mayor, de treinta y tantos atardeceres, quiso una vez independizarse, seguir adelante junto a su novia y vivir en una archiconocida situación de hacinamiento con la suegra, subsistiendo en base a lo que ganaba trabajando en una carnicería.

“Cuando mi mujer me dijo eso, yo lo agarré, lo senté y le dije que si no se iba a graduar de lo que fuese hasta de un politécnico, de la casa no se movía”, comenta el taxista mientras hace ademanes al auto de delante para que termine de cruzar en pleno embotellamiento vial.

De acuerdo a su historia, el primogénito desvió su camino como cortador de carnes gracias a él, para convertirse en taxista como su padre. “Comenzó en varios centros comerciales, pero allá no podía pagar el diario (la renta que diariamente cancela al dueño de un carro para que lo trabaje como taxi). Entonces yo me lo traje para acá, para el terminal y le fue `miamorcontequiero”, comenta.

Luego de conseguirle un cupo dentro del mismo espacio donde trabaja, logró pagar la inicial de una unidad propia. Nunca se fue de la casa porque Carlos le ofreció parte de su terreno para construir. “Ahí va dándole, echándole pichón”, dice con cierta dificultad mientras rechina el volante al cruzar a la izquierda.

Como un burro de ocho a seis

Carlos dice que a su hija “no le ha pedido nada y ha dado la talla”. “Se graduó con honores y, allí la ves, trabajando como un burro de ocho a seis”, añade.  Las arrugas se repliegan ante el brillo en sus ojos. No hay cansancio en su mirada cuando habla de su hija, la segunda en la sucesión pero –aparentemente- la primera dentro de su corazón.

Se casó con un ingeniero y ambos trabajan en la principal compañía petrolera del estado venezolano. En la pared de la cocina-sala de sus padres, el título universitario de contadora quedó colgado junto a una versión del cuadro de La Última Cena.

“Ella le consiguió a su mamá una pensión. Conmigo quiso hacerlo, pero yo le dije tajantemente que no, que vivo con mi diario, aunque varias veces me ha sacado las patas del barro” afirma. Cruza por la principal avenida comercial y se consigue una gigantesca cola.

Solos al final
El menor de los hijos de Carlos tiene 21 años. “En la mañana la mamá (su esposa) le hace huevos, caraotas y friticas (plátano maduro frito) y le echa queso. Carajo, se va bien resuelto para la universidad”. Comenta cómo le da de lunes a sábado 200 Bolívares.

“Y se gasta 4 nada más, porque usa transporte público y el agua se la lleva siempre de la casa”. Las verdaderas razones las revela más adelante, casi llegando al posgrado a donde llevaría al pasajero: con su mesada paga los estudios de su novia, además de gastos como libros, útiles y hasta cine.

Un día el benjamín de la familia le comentó al taxista que quería llevar a vivir a su pareja dentro de su ya poblada vivienda para eventualmente convertirla en su esposa. “Yo le dije a mi mujer que al final íbamos a estar solos y ellos son los que nos van a enterrar. Lo entendió y allí están, acompañándonos”.

Reconoce que en algún momento la situación debe cambiar, pero no va a ser él quien marque la diferencia. Simplemente quiere disfrutar de sus hijos, de su esposa y, algún día, hasta de sus nietos mientras todavía respira y pueda trabajar día a día.

Llega al posgrado, el destino final. Cobra sesenta bolívares por el trayecto y detalla al pasajero. No pasa de 30 años. Antes de marcharse se ajusta el cinturón de seguridad. Sonríe, abre la boca y a modo de bendición de un padre comenta sus últimas palabras antes de acelerar: “Estudie mijo, estudie. Vaya y eche pa lante”.

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