Publicado por: David Padilla g miércoles, 23 de julio de 2014


         


“Dale durito que cuesta que cierre”, dice al subirme al taxi. Al tercer intento finalmente cuadró la puerta con el amasijo metálico al que llama carro. Confirmo mi nombre y el destino. Él me responde con un “véngase pues”.

Lo detallo en varias miradas. Pasa los treinta años pero no se aleja del número redondo. Su barriga, recubierta con una camiseta de La Vinotinto, es presionada con cierta dificultad por el cinturón de seguridad. Ajusta el retrovisor antes de acelerar y llevarme a mi destino.
“Estudias en el Cevaz?”, pregunta con toda la amabilidad sobre mi asistencia al instituto de enseñanza de inglés. Le cuento que estoy a punto de finalizar todos los niveles exigidos, le cuento sobre mi trabajo y para qué hago el curso. Coincidimos en política. Se siente minutos más tarde lo suficientemente cómodo para contarme que DEBE (lo resalta como si fuese en mayúsculas varias veces durante la breve conversación) estudiar el idioma. Su propia insistencia terminó revelando parte de su vida.
Cuenta cómo tiene dos hijos y quiere un tercero, está casado y arrimado en la casa de su suegra desde hace siete años. Es ingeniero en telecomunicaciones, licenciado en educación especial y magíster en educación.  Trabaja como chofer de taxi para sobrevivir ahora pero ya hizo las diligencias para partir a Canadá en menos de 10 meses.
“Como aquí (en Venezuela) no hay embajada, envié unos papeles pero tuve que ir hasta México (…) unos amigos me tuvieron que ayudar”, me comenta.
Atraviesa con una envidiable habilidad cuanto obstáculo vial se consigue y llega sin problemas al centro de educación. Le digo que me puede dejar cerca y no en el lugar ante la cola que se arma. Me comenta que no le importa porque justamente va a recoger a su hijo de catorce años en el lugar que sirve de destino.
“Salí pues”, le dice a modo de reprimenda al retoño por una llamada telefónica.  Un chico desgarbado con cabello calculadamente desordenado se asoma, se quita con desgana el morral y espera que me baje para montarse fastidiado.
“Es que no le gusta el inglés”, dice el conductor al ver la actitud del adolescente.  Me aparto no sin antes devolver la mirada ante el llamado del taxi del que me acabo de bajar. El ingeniero-licenciado había bajado el vidrio y hacía gestos y silbidos para conseguir mi atención con el hijo pegado lo más posible a la cabecera de su asiento.
“Estamos a la orden en Canadá,  brother”, comenta mientras se despide y arranca. El vigilante en la entrada da el paso, sonríe y comenta "oh, y está cerca pues".

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