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Publicado por: David Padilla g
miércoles, 25 de mayo de 2016
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Foto sin crédito adjudicado |
Un día
despertó y sintió que la niñez para él había acabado. Comenzó despejando su
escritorio de todo lo que pareciera infantil. Eso incluía sus figuras de
colección de Pikachu, Transformers y lo que venía como adjunto de la Cajita Feliz.
Revisó sus
libros y se topó con cientos de comics que con tanta disciplina había logrado
comprar a sus compañeros de clases gracias a las mesadas y regalos de la
abuela. Prometió venderlos todos en
Internet al mejor postor al regresar de su colegio.
Después de
un baño vio incluso que la toalla y las sabanas le recordaban a ese infante que
no quería ser. Los envolvió juntos y los lanzó al cesto de la ropa sucia. Le
dijo a su madre que ya no los quería al tiempo que tomaba en una taza grande un
poco de café que estaba hecho desde más temprano. Le repugnó de entrada y aseguró darse un
tiempo para comenzar ese ritual.
Ya fuera de
casa el día le pareció más brillante, todo lo veía distinto. Cerró los ojos,
sonrió y agradeció al cielo por todo lo que tenía.
En los
siguientes días el humor cambió. No comía lo que acostumbraba porque no se
conseguía, no podía salir ni al parque por las historias de atracos a vecinos y
en la casa se quedaba encerrado sin electricidad, con cortes de hasta cuatro
horas una vez al día y siete veces por semana.
Fue en uno
de estos periodos sin luz que su prima llegó con un reproductor portátil de
DVD. Allí en un episodio especial de una serie de televisión descubrió una
bella versión de La Vie en Rose interpretada por una de las protagonistas.
Le cautivó
tanto esa melodía que al tener Internet de nuevo buscó con euforia la letra, el
significado e incluso otras interpretaciones. Allí llegó a Francia, a su vino,
a la torre Eiffel, a los campos elíseos, a la moda y a su gastronomía.
Como pudo añadió
la canción en su teléfono inteligente y cada tanto que podía la reproducía una
y otra vez, en un eterno bucle que hizo fastidiar a sus compañeros, a su mejor
amigo e incluso a sus profesores, quienes hicieron llegar luego la crítica a
sus padres.
Su tío
abuelo, otrora trotamundos, al escuchar comentarios sobre la situación, le
regaló todo lo que había acumulado durante viejos viajes al continente europeo,
incluyendo una bandera y un libro descriptivo que le daba referencias y datos del
país anhelado, incluso más que Wikipedia.
“Déjenlo en
paz”, le decía luego este a los familiares cuando veía que el chamo llegaba con
propuestas como hacerse un tatuaje con colores rojo, blanco y azul o que quería
aprender el idioma en un instituto de la ciudad.
Ese apoyo
le devolvió la sonrisa a su rostro. Agradeció luego los libros, las películas y
hasta los ciclos de cine que siempre había ignorado.
Había
comprendido que no tenía la edad ni la capacidad para comerse todavía al mundo
pero sí una meta: debía pisar Francia. Se olvidaría de los comics, de las
figuras de acción, de los apagones y de la falta de comida. Iba a intentarlo,
aunque sabía que tendría un largo camino por delante.