Publicado por: David Padilla g domingo, 15 de mayo de 2016

Foto: Rafael Bastidas
El bus daba vueltas por el sector sin conseguir una salida. Era una especie de laberinto de la arquitectura moderna en la provinciana ciudad.  La ruta habitual de ese carcamal amarillo desvencijado había sido bloqueada por una marcha en la entrada de la Ciudad Universitaria y ahora debía improvisar una vía alterna para intentar llegar al otro extremo.

El público era variopinto pero todos tenían en común que se ahogaban con el calor que hacía dentro de ese transporte público. “Esta verga se la llevó quien la trajo. ¡SEGUÍ ESE OTRO BUS QUE ESE VA PAL MISMO LUGAR”, gritaba una señora atareada con varias bolsas en sus piernas mientras intentaba –sin éxito- apartar el calor de su empapado cuerpo agitando su mano como si fuese un abanico.

El conductor lucía nervioso. Sentía que en cualquier momento los estudiantes pudiesen desviar su agenda de protesta hacia el gobierno para enfrascarse contra la unidad que él manejaba.  Los que se mantenían de pie en el pasillo le indicaban qué tanto debía retroceder mientras los que estaban a la orilla de la ventana lanzaban recomendaciones sobre dónde cruzar.

Al final optó por pasar encima de varias aceras y atropellar varias bolsas negras de basura para evitar algunas calles.

Con la mano izquierda daba más vueltas de lo usual a un volante que sobrepasaba el diámetro de su cuerpo (de por sí abultado) mientras que con la derecha hacía los cambios en una complicada y aparatosa palanca que alternaba con dos golpes al tablero para estabilizar la estación de radio sintonizada.  Sonaba un estridente vallenato que en medio de la crisis más de un pasajero tarareaba.

El chofer logró llegar al punto siguiente de su trayecto como si una nave espacial hubiese saltado galaxias en un hoyo negro, con meteoritos, invasiones, marcianos y explosiones de por medio. Se recogía la cascada que bajaba desde su frente mientras intentaba no tocar al otro bus que iba en el carril opuesto. Tanto fue el acercamiento que se encontró de forma cercana con la ventanilla del otro conductor.

Ve que más adelante están atracando”, le advierte su homólogo. Procedió entonces a apiñar aún más a quienes estaban dentro de la unidad para cerrarle  la puerta a esa congestionada avenida que ya entraba en hora pico.

Habían pasado unos diez minutos desde el último cambio del semáforo y ningún vehículo se movía. Algunas mareas después de sudor y unos cuantos lamentos en radio, tocaba el turno de desplazarse, pero nada sucedió. Aquel conductor decidió utilizar las dos manos en la palanca que ahora no reaccionaba y que solo lo hizo para lanzar un crujido que ahogó la canción melancólica que sonaba en aquellas cornetas.

Se llevó el hombre la mano derecha a la cabeza para luego darse cuenta de que la tenía llena de aceite. En uno de esos movimientos extremos, algo pisó que incidió en el motor y había dejado a ese capitán con toda su tripulación varada.

Bueno señores, hasta aquí nos trajo el río. Esto se jodió”, decía a la par de buscar una toalla recortada y sucia para limpiarse la cara.

Lo insultaron e incluso maldijeron pero no devolvió el pasaje. Esperó hasta que el último saliera por ambas puertas para encerrarse. De una compuerta cercana a su asiento sacó una hamaca y la colgó dentro. Decidió sentarse a realizar llamadas con la mayor comodidad posible.


No le importó que estuviese a mitad de la calle o que cada auto que pasara tocara corneta hasta el cansancio. No se molestaría por algo que le pasaba a cada rato y que ya veía como situación ajena a su voluntad. Solo esperaría. 

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