Publicado por: David Padilla g sábado, 15 de agosto de 2015


Acercó su Mitsubishi Lancer blanco a la parada. Tres chicas, menores de treinta años, con rasgos indígenas y varias bolsas de supermercado, tocaron el vidrio pese a que no era el único taxista en la línea. Se extrañó, pero imaginó la pregunta con la que vendrían. Querían que las llevara, a las nueve de la noche, desde un conocido centro comercial al norte de Maracaibo a El Moján, al otro extremo del estado Zulia. 

Él aceptó. Sabría que con esa carrera ya no tendría que trabajar ni el resto de la noche ni el día siguiente. Se montaron en la parte trasera de aquel auto conversando sobre su día, sobre la pericia de conseguir detergente, arroz, jabón de tocador, harina de trigo y pasta en menos de ocho horas y cómo cada una iba a vender al llegar a su destino con sobreprecio, porque debían recuperar el dinero y el tiempo invertido. 

El taxista, impávido escuchando aquellas declaraciones, se indignó. Le compró a precio justo el término bachaqueros al gobierno nacional que como ellas aprovechaban la ociosidad para adquirir alimentos y revenderlos a la clase media, los únicos que se mantienen en sus jornadas de trabajo y terminan comprando a esta nueva clasificación de venezolanos porque nunca consiguen nada.

A los 25 de los 50 minutos que debía durar en esas condiciones el recorrido, les reveló que la carrera les costaría 6 mil bolívares en vez de los habituales 1500 que ellas aseguraron pagaban en horario regular. Él, dijo tajantemente, también iba a bachaquearles la carrera.  

El trío se estremeció al escuchar los números de boca del hombre de veintitantos años. Golpeaban con la mano el asiento delantero exigiendo pagar la cifra que ellas estimaban. Una de ellas luego demandó que las dejaran justo en el lugar donde estaban: un paradero oscuro a mitad de la nada. 

Él insistió en que no las iba a dejar más que en el centro comercial donde las recogió en lugar de ese sitio sin aceras ni luces cercanas. Ellas maldijeron durante toda la vía de vuelta. Lo amenazaron también con aplicarle técnicas que harían sonrojar hasta al maestro vudú más incorrecto. Él no se inmutó, las dejó en el lugar de partida y les deseó feliz noche, sin cobrarles ningún centavo.  

Allí estuvieron las tres mujeres preguntando a cuanto vehículo pasaba si las podía llevar. Al menos hasta las once de la noche ninguno había aceptado. 

De acuerdo a los vigilantes y al taxista de la historia, las bachaqueras desplegaron sus paquetes y los utilizaron como almohadas en un engramado cercano. Amanecieron allí, se enjuagaron luego la boca con una fuente de agua y continuaron su rutina. Ese día posiblemente se irían más temprano a su hogar, aunque los testigos las identificarían más tarde en nuevas colas del supermercado.  

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