Publicado por: David Padilla g domingo, 9 de noviembre de 2014

Foto: Wikimedia
Es un sábado por la tarde. Ella ajusta el limpiaparabrisas y acomoda las ventanillas del acondicionador de aire esperando con su acción poder superar al infernal calor maracucho. Le avisa a su amiga gritona, que se encuentra al otro lado del teléfono, que debe colgar porque va a entrar al edificio con muchas bolsas de mercado.

Mira a los lados. No hay en apariencia nadie en varios metros a la redonda. Toca corneta y el vigilante no se asoma. Pasan cuatro, cinco minutos y la situación no varía. Decide bajarse del Ford Fiesta con poco kilometraje para arrastrar hacia la izquierda ese portón que unos días antes había decidido pasar de función automática a manual.

Sale del auto y se da cuenta del sofocante calor. Encuentra la estructura metálica más pesada de como la imaginaba. Al finalizar, corre nuevamente al vehículo que había dejado en marcha. Al cerrar la puerta se percata de que un señor de unos sesenta y tantos atardeceres le sonríe ya casi sobre el vidrio.

Ella grita. Vira el auto tempestivamente de manera que empuja al anciano con el lado del retrovisor. Retrocede hasta donde la acera le permite.

Sigue asustada pero ve que el vigilante (finalmente) se asoma, dirigiéndose a quien vio como atacante ahora tirado en el piso.

Saca de la guantera un gas en spray. Apaga el auto, toma las llaves y se acerca. El viejo tiene un hilo de sangre corriendo en la frente.

Ella lo mira y le pregunta sobre qué estaba haciendo allí.

Él, intentando recomponerse, muestra los dientes y le dice que solamente quería saber si ella necesitaba ayuda con su compra.

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