Publicado por: David Padilla g miércoles, 8 de octubre de 2014

Foto: Álvaro Fernández
Son las dos, casi tres, de la tarde. En un local de comida rápida espero sentado justo frente al mostrador. La chica toma los pedidos, los clasifica, los envuelve y los entrega con la mayor parsimonia posible. El punto de mayor expectación es quizás cuando toma la factura y recita por micrófono el nombre del cliente.

Entre tantos asistentes al rincón de su sitio de trabajo, se asoma un hombre en sus treinta y tantos, alto, de camisa de rayas, con prominente barriga, conversando efusivamente a través de un teléfono celular de última generación.

Sin despegar el oído del aparato, escucha su llamado en el altoparlante. Se acerca, sin aún colgar, y con una mirada y extendiendo el ticket de caja confirma que es su orden la que se encuentra sobre la bandeja en el mostrador.

Cuando finalmente toma la comida, se desprende de aquella maravilla tecnológica y la deja justo sobre el frío y grasiento muro de mármol que ha visto pasar tantas arepas y patacones. Allí queda. El hombre agradece y se retira sin percatarse de que ha dejado el teléfono botado.

Le llamo la atención pero me ignora. Se sienta y engulle con el mayor desespero un pan con abundante pernil y queso. Me levanto, con el fastidio de como si me estuviesen botando de una mesa que van a limpiar, tomo el Smartphone y se lo llevo hasta donde está.

“Grrrcias pnnna”, le llegué a entender mientras estiraba los antebrazos para recibir el equipo, aparentemente para no ensuciarlo con las manos llenas de salsa y especias.

Vuelvo a mi silla. Justo en la misma línea, en la espera a que la chica mencione el nombre, se encuentra una señora de unos cincuenta años, pelo canoso y de piel trigueña. Me mira incrédula. Estira su mano y me toca el hombro.

-Señor, usted que es honrado pero siendo yo me quedo con el teléfono.

Le sonrío, entre la incomodidad del comentario, dando apoyo a su propuesta. No he terminado de colocar los labios en su posición original cuando un caballero en sus veintitantos termina de botar en la papelera el contenido de su bandeja y se me acerca.

-¡Chaamo, te hubieses quedado con su iPhone para que no sea tan pendejo!

Afortunadamente no me da oportunidad de responderle. Escucho que me llaman y me levanto con rapidez. Extiendo mi factura y la chica pro-lentitud me regala una sonrisa obligada, como la que le di a la señora con su consejo.

Le agradezco y tomo mi paquete. Antes de marcharme echo una mirada a quien había olvidado su aparato. Allí estaba haciendo trizas el pan de quince centímetros con aquel objeto de deseo lejos de su bandeja, ignorado al otro extremo de su mesa.

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