3 hábitos adquiridos durante los apagones
Hay tres buenos hábitos que rescato de estos terribles días (semanas diría yo) de apagones en la Maracaiobo comunista:
-
Sentarme a comer
Parece increíble pero con el corre corre diario me empujaba una arepa o un desgarbado desayuno mientras leía noticias desde el celular. Nunca comía bien.
He aprendido no solo a apreciar ese arte de servir y sentarse a comer sino mirar con otros ojos cada bocado que me llevo a la boca (y el esfuerzo que se hace para conseguirlo y mantenerlo en estas condiciones tan adversas)
-
Leer en silencio
He podido retomar la lectura y de descubrir incluso toda la que había descargado para el Kindle y que tenía en un eterno pendiente.
La he disfrutado igual o más que ver un maratón en Netflix o pasar varios retos de Fortnite en la Playstation.
Incluso he comenzado a dejar libros en la mesa de la sala o en el morral que siempre cargo con la intención de seguir haciéndolo en cada momento libre.
-
Enseñar
Lo había abandonado por diversos motivos y ahora que mi sobrina mayor ha estado tan ociosa como yo (y que la Nintendo 3DS no le aguantan tanto las baterías) me ha dado por retomar esas lecciones que se repasan en en los primeros módulos de redacción periodística y que a ella le vienen como anillo al dedo.
Todavía hay que trabajar con -nuestra- su paciencia y disciplina pero ese es borrador de otro lápiz.
Probablemente esto bien hubiese pasado sin necesidad de apagones. Por ahora los hay y de alguna manera hay que conseguirle algo bueno.
Foto: propia (2019)
La resistencia
Foto: Carlos Sosa |
Respiró
fuerte y se vio la sangre en la mano derecha. Le pareció que había pasado mucho
tiempo acostado en mitad del pasillo del edificio mientras vecinos, amigos y curiosos
trataban de auxiliarlo.
Alguien
había improvisado una especie de almohada con una desgarrada franela para hacerlo
sentir más cómodo pero al contrario, sentía que aquella leve elevación le
acentuaba el dolor del disparo que llevaba cerca de las costillas.
“De…de…déjame
acostado en el piso”, llegó a decir a otro desgarbado encapuchado que estaba
arrodillado a la altura de su cabeza.
Con la frente
ya sin obstáculos, pudo respirar mejor. Mientras hacía presión con su mano
izquierda en la herida que se extendía por su torso, pensaba -entre delirios- que
de haber estado con algunos kilos adicionales probablemente no hubiese tenido ese
problema.
Sabía que justo
por eso había ido a protestar en la calle esa tarde de mayo. Desde hacía rato
en la nevera de su apartamento alquilado no había más que agua, hielo y unos
cuantos pequeños envases con salsas que había ido reuniendo de las veces que
había podido comer en la calle.
Las
proteínas, los carbohidratos y todo lo que en condiciones normales en un país
debería poder obtener un estudiante universitario él no lo había podido
costear.
Supo
semanas antes que varios de la comunidad se habían organizado para unirse a las
protestas aisladas que estaban ocurriendo en su ciudad contra el gobierno. Cuando
un conocido le llegó a preguntar si quería unirse, sin dudarlo se acercó al día
siguiente a participar.
Aquella
tarde, mientras se acercaba la noche y se hallaba tirado en el piso mientras
todos corrían a su alrededor, dudaba si había sido lo correcto.
Pensaba en
su mamá, sus tíos y sus hermanos. Estaban a cientos de kilómetros, en su tierra
natal, trabajando desde bien temprano para generar lo suficiente para pagar el
alquiler en un pequeño apartamento que terminó estando en la zona de conflicto.
“Por ellos
es que salí”, se dijo, cerrando así la diatriba que tenía para sí entre largas
respiraciones y eventuales cambios en la herida que ya se comía con sangre
cualquier harapo que intentase contenerla.
Pensó que
allí acostado encontraría su final. Vio a su alrededor y se encontró con varios
compañeros de la universidad que a pesar de contar con capuchas improvisadas en
sus rostros hechas con franelas y pantalones, los reconocía. A pocos metros,
una señora vestida con una colorida bata oraba en silencio con un rosario de
madera en la mano.
Muy a lo lejos
veía que abrían paso a varias personas. Calculaba que tuviesen su edad, aunque
a diferencia de él, vestían prendas que solo había visto en televisión para entrar
a quirófano o que a veces se encontraba en el bus de la tarde y que sabía venían
de la Facultad de Medicina. Llevaban puestos cascos blancos con cruces en la
parte frontal que se asemejaban a la Cruz Roja.
Cerró los
ojos ante el dolor que ya había aumentado. Respiró profundo y sintió que las
voces se desperdigaban hasta volverse murmullos.
Ya no
estaba en ese piso sucio y ensangrentado sino en el patio trasero de su casa
natal, entre las montañas. Los grillos aún sonaban mientras sus hermanos le
golpeaban en la cabeza para recordarle que las verduras y hortalizas debían
limpiarse antes de llevarlas al camión.
Mientras se
desperezaba, intentando acomodar su melena de color negro azabache, su madre estiraba el
mantel de plástico en la cocina para acomodar en el plato de peltre una arepa
con huevo revuelto que, viendo las orillas, había pasado mucho tiempo en el
budare.
“Después de
que coma me revisa la bombona de gas”, le indicaba ella mientras aplaudía dando
forma a un trozo de masa de maíz.
Mientras
cepillaba sus dientes pensaba lo tranquilo que era ese espacio y lo hermoso que
era estar en él. Luego recordó la herida a un costado.
Cuando
abrió los ojos ya no estaba en aquella tierra de clima húmedo sino en una
camilla en una agitada sala de emergencia. Ya no había rastros de voces
conocidas. Eran lo que creyó decenas de personas revisando esa salida de sangre
que tenía.
Así lo
recordó meses más tarde mientras veía por la ventana de su apartamento. Las
calles ya no tenían obstáculos como en cada convocatoria de resistencia. Ni
siquiera los árboles que brevemente allí recordaba.
Solo veía gente
buscando cualquier sombra para protegerse mientras llegaba un bus. Se tocó la
ahora cicatriz que tenía y pensó en su futuro. No lo veía en ese lugar que
llamaba hogar ni en la carrera por la que su familia apostaba. Era momento de seguir adelante, de mantener la
lucha aunque ya no en aquel lugar en el que alguna vez defendió con su vida.
El (intento de) atraco a un venezolano
Foto: sin crédito adjudicado |
El sol de Panamá era en ese momento tan
picante como el de Maracaibo, esa ciudad de la que salió despavorido huyendo de
la inflación y de la alta inseguridad. Llevaba algunas semanas sin
documentación legal, extrañando las mandocas de desayuno y la cuenta abierta -y
casi ilimitada- que tenía para sus cenas en un puesto de hamburguesas en la avenida
Las Delicias.
Llevaba varias semanas trabajando en un taller
mecánico en un acomodado sector en el centro. Lograba llegar tras cada jornada
a un cuarto alquilado con las manos llenas de aceite y con una de las pocas
camisas que empacó sudada hasta la última hebra, pero con varios dólares en su
billetera que pese a que en este espacio lucía como poco, gracias al distorsionado
cambio era una millonada que permitía ayudar a su hijo y a su familia en su
tierra natal.
Ya en los primeros días le había costado
asimilar el choque cultural de un venezolano en un país que no había sido transformado a ruinas como el suyo. En la casa donde había alquilado
habitación alguien le comentó que a pocas cuadras había un pequeño abasto donde
podía surtirse de lo necesario a buen precio y no creyó, hasta llegar, que eso
fuese cierto.
Salió feliz entonces de aquel sitio con más
rollos de papel sanitario de los que necesitaba. Había encontrado incluso una
mermelada de una fruta cuyo sabor ya ni recordaba. Mientras pensaba las mil
maneras de cómo untarla con todo el contenido que había en la bolsa, un susto
reconocido tocó cada nervio en su cuerpo.
El sonido de una moto, en aquella calle
solitaria, era para él un indicio de que pronto debería entregar sus
pertenencias, incluyendo su paga de la semana y aquel teléfono Apple con el que
tantas tuercas había tenido que engrasar para comprarlo.
Después de encomendarse a cuanto santo
recordaba o cuyos nombres inventaba, se volteó para darse cuenta de que solo
era un chico de entregas de comidas a domicilio que trataba de conseguir una
dirección. Desde ese momento se dijo a sí mismo que nunca más tendría el miedo
que tanto había desarrollado en su sitio de origen.
Por eso algunas noches después le pareció
insignificante ver a tantos niños intentar robarlo. Eran tres y el mayor no
pasaba de los catorce años. Venía en su
trayecto habitual pero el clima se prestaba para desviarse y recorrer un poco
la ciudad. Fue allí que llegó a un tramo en el que los jóvenes rufianes
aprovecharon la falta de iluminación para acercarse con navajas que
perfectamente se podrían ocultar en bolsillos.
“Vení y clavámelo en el pecho”, amenazó el
maracucho con su acento rajado. No tenía miedo. Ya le parecía tan amateur la
experiencia de intentar extorsionarlo con un cuchillo para mantequilla que hasta les daba
lástima y pensó en darles el de mayor tamaño que él tenía en su morral.
Los asaltantes contrariados no supieron qué
hacer ante los insultos del venezolano que hasta le tocaba el brazo al que
tenía el filo más cercano para pedirle que intentara hacerle daño.
“Este lo que está es endrogao”, escuchó a
decir a uno de los atracadores antes de que salieran espantados sin el botín que
esperaban. Pese a que se sentía invencible, procuró desde entonces no recorrer
nuevas rutas desconocidas, al menos en horarios donde la oscuridad ayudara a
las actividades delictivas.
Al llegar a casa se lavó con abundante
jabón las manos y el rostro, devoró una cena ligera y se lanzó a la cama.
Acostado bajo las sábanas analizó en frío la situación y pensó que podría tener
más noches así, que otros considerarían peligrosas pero que para él resultarían
un paseo del que ya estaba vacunado. Había vivido peores escenarios y todos lo
había superado en Venezuela. Estaba listo para seguir adelante.
Francia
Foto sin crédito adjudicado |
Un día
despertó y sintió que la niñez para él había acabado. Comenzó despejando su
escritorio de todo lo que pareciera infantil. Eso incluía sus figuras de
colección de Pikachu, Transformers y lo que venía como adjunto de la Cajita Feliz.
Revisó sus
libros y se topó con cientos de comics que con tanta disciplina había logrado
comprar a sus compañeros de clases gracias a las mesadas y regalos de la
abuela. Prometió venderlos todos en
Internet al mejor postor al regresar de su colegio.
Después de
un baño vio incluso que la toalla y las sabanas le recordaban a ese infante que
no quería ser. Los envolvió juntos y los lanzó al cesto de la ropa sucia. Le
dijo a su madre que ya no los quería al tiempo que tomaba en una taza grande un
poco de café que estaba hecho desde más temprano. Le repugnó de entrada y aseguró darse un
tiempo para comenzar ese ritual.
Ya fuera de
casa el día le pareció más brillante, todo lo veía distinto. Cerró los ojos,
sonrió y agradeció al cielo por todo lo que tenía.
En los
siguientes días el humor cambió. No comía lo que acostumbraba porque no se
conseguía, no podía salir ni al parque por las historias de atracos a vecinos y
en la casa se quedaba encerrado sin electricidad, con cortes de hasta cuatro
horas una vez al día y siete veces por semana.
Fue en uno
de estos periodos sin luz que su prima llegó con un reproductor portátil de
DVD. Allí en un episodio especial de una serie de televisión descubrió una
bella versión de La Vie en Rose interpretada por una de las protagonistas.
Le cautivó
tanto esa melodía que al tener Internet de nuevo buscó con euforia la letra, el
significado e incluso otras interpretaciones. Allí llegó a Francia, a su vino,
a la torre Eiffel, a los campos elíseos, a la moda y a su gastronomía.
Como pudo añadió
la canción en su teléfono inteligente y cada tanto que podía la reproducía una
y otra vez, en un eterno bucle que hizo fastidiar a sus compañeros, a su mejor
amigo e incluso a sus profesores, quienes hicieron llegar luego la crítica a
sus padres.
Su tío
abuelo, otrora trotamundos, al escuchar comentarios sobre la situación, le
regaló todo lo que había acumulado durante viejos viajes al continente europeo,
incluyendo una bandera y un libro descriptivo que le daba referencias y datos del
país anhelado, incluso más que Wikipedia.
“Déjenlo en
paz”, le decía luego este a los familiares cuando veía que el chamo llegaba con
propuestas como hacerse un tatuaje con colores rojo, blanco y azul o que quería
aprender el idioma en un instituto de la ciudad.
Ese apoyo
le devolvió la sonrisa a su rostro. Agradeció luego los libros, las películas y
hasta los ciclos de cine que siempre había ignorado.
Había
comprendido que no tenía la edad ni la capacidad para comerse todavía al mundo
pero sí una meta: debía pisar Francia. Se olvidaría de los comics, de las
figuras de acción, de los apagones y de la falta de comida. Iba a intentarlo,
aunque sabía que tendría un largo camino por delante.
El oasis que rodaba
Foto sin crédito adjudicado |
El bus los había dejado en el infierno. La unidad se había accidentado en esa jungla de concreto y el chofer tuvo que bajarlos tempestivamente, sin devolverles el pasaje. Como estaban a media cuadra de donde sabían pasaba otra ruta, a nadie le importó.
El calor era sofocante, un desespero al que se le unía la hora pico, la cantidad de autos que evitaban la marcha estudiantil cercana, las personas que competían por un puesto en el siguiente transporte y el saber que la periodicidad de los buses en esa zona solo era equivalente al paso del cometa Halley por la Tierra.
Aquel microbús color naranja aparentemente vacío se esperaba más que agua de mayo. Cada uno de los que logró subir conseguía en su entrada música anglo de los años 80 seguido del saludo de un conductor cordial que los acomodaba en una posición estratégica mientras recibía el pasaje. De entrada, en medio del caos, no se creía.
“Los que son jóvenes me le van cediendo el puesto a los ancianos que van llegando”, indica en un tono firme pero amable. No tiene más de 50 años de edad pero los surcos en la frente son pronunciados dando una apariencia mayor bajo esa inclemente iluminación. Lleva medio brazo fuera de la ventana con una manga hecha de recortes de tela ya descoloridos probablemente por la cantidad de sol que ha atrapado.
Los parlantes presentaban a Freddy Mercury cantando en Queen cuando estaba en todo su esplendor. Nadie podía conversar porque la música en alto volumen los silenciaba en automático. Las paradas se anunciaban desde este momento a gritos o con golpes al techo.
“Está bien, le bajo”, masculló ante las críticas. Una señora, de traje conservador, se le acercó para preguntarle por qué tenía música que señaló como mundana. El hombre aprovechó la parada que les había dado el semáforo para mirarla con cara de indignación.
"Señora, pero si este es Mercury. Sería marico y todo pero es una leyenda, y sigue siendo mejor que escuchar vallenato”, le dijo. Siguieron entre ambos algunas palabras inentendibles para terceros que en apariencia ayudaron a evangelizar a la mujer sobre gustos musicales.
“Es que si llego a poner reggaetón o música de esa, muy basura, vendo el micro”, comentaba mientras ayudaba a una anciana a bajar la escalinata. En algún momento alguien interrumpió Africa de Toto para hacerle saber al chofer que debía parar “en la bomba”. El musicalizador andante se molestó y sin dejar el volante apagó el reproductor para indicar que se estaba en un error y que la forma correcta de decir era “estación de servicio”.
“Es que si nadie se lo corrige, siguen con los errores”, le asegura a otra doña buscando su aceptación. En el resto del trayecto, las paradas llenas de basuras a las que llegaban alternaban con Spirit in the sky de Norman Greenbaum y Sweet child O Mine de Guns N Roses. Salir de esa rockola era lamentable y no fueron pocos los que se lo hicieron saber al conductor.
“Bueno, aquí me tienen. Ya saben a dónde subirse”, les comentaba mientras soltaba una sonrisa, subía el volumen y se perdía con ese oasis que rodaba entre todo el fuego en el concreto.
Hasta aquí nos trajo el río
Foto: Rafael Bastidas |
El bus daba vueltas por el sector sin conseguir
una salida. Era una especie de laberinto de la arquitectura moderna en la
provinciana ciudad. La ruta habitual de
ese carcamal amarillo desvencijado había sido bloqueada por una marcha en la entrada
de la Ciudad Universitaria y ahora debía improvisar una vía alterna para
intentar llegar al otro extremo.
El público era variopinto pero todos tenían en
común que se ahogaban con el calor que hacía dentro de ese transporte público.
“Esta verga se la llevó quien la trajo. ¡SEGUÍ ESE OTRO BUS QUE ESE VA PAL
MISMO LUGAR”, gritaba una señora atareada con varias bolsas en sus piernas
mientras intentaba –sin éxito- apartar el calor de su empapado cuerpo agitando
su mano como si fuese un abanico.
El conductor lucía nervioso. Sentía que en
cualquier momento los estudiantes pudiesen desviar su agenda de protesta hacia
el gobierno para enfrascarse contra la unidad que él manejaba. Los que se mantenían de pie en el pasillo le
indicaban qué tanto debía retroceder mientras los que estaban a la orilla de la
ventana lanzaban recomendaciones sobre dónde cruzar.
Al final optó por pasar encima de varias aceras
y atropellar varias bolsas negras de basura para evitar algunas calles.
Con la mano izquierda daba más vueltas de lo
usual a un volante que sobrepasaba el diámetro de su cuerpo (de por sí
abultado) mientras que con la derecha hacía los cambios en una complicada y
aparatosa palanca que alternaba con dos golpes al tablero para estabilizar la
estación de radio sintonizada. Sonaba un
estridente vallenato que en medio de la crisis más de un pasajero tarareaba.
El chofer logró llegar al punto siguiente de su
trayecto como si una nave espacial hubiese saltado galaxias en un hoyo negro,
con meteoritos, invasiones, marcianos y explosiones de por medio. Se recogía la
cascada que bajaba desde su frente mientras intentaba no tocar al otro bus que
iba en el carril opuesto. Tanto fue el acercamiento que se encontró de forma
cercana con la ventanilla del otro conductor.
“Ve que más adelante están atracando”, le
advierte su homólogo. Procedió entonces a apiñar aún más a quienes estaban
dentro de la unidad para cerrarle la
puerta a esa congestionada avenida que ya entraba en hora pico.
Habían pasado unos diez minutos desde el último
cambio del semáforo y ningún vehículo se movía. Algunas mareas después de sudor
y unos cuantos lamentos en radio, tocaba el turno de desplazarse, pero nada
sucedió. Aquel conductor decidió utilizar las dos manos en la palanca que ahora
no reaccionaba y que solo lo hizo para lanzar un crujido que ahogó la canción
melancólica que sonaba en aquellas cornetas.
Se llevó el hombre la mano derecha a la cabeza para
luego darse cuenta de que la tenía llena de aceite. En uno de esos movimientos
extremos, algo pisó que incidió en el motor y había dejado a ese capitán con
toda su tripulación varada.
“Bueno señores, hasta aquí nos trajo el río.
Esto se jodió”, decía a la par de buscar una toalla recortada y sucia para
limpiarse la cara.
Lo insultaron e incluso maldijeron pero no
devolvió el pasaje. Esperó hasta que el último saliera por ambas puertas para
encerrarse. De una compuerta cercana a su asiento sacó una hamaca y la colgó
dentro. Decidió sentarse a realizar llamadas con la mayor comodidad posible.
No le importó que estuviese a mitad de la calle
o que cada auto que pasara tocara corneta hasta el cansancio. No se molestaría
por algo que le pasaba a cada rato y que ya veía como situación ajena a su
voluntad. Solo esperaría.
El bachaqueo
Acercó su Mitsubishi Lancer blanco a la parada. Tres chicas, menores de treinta años, con rasgos indígenas y varias bolsas de supermercado, tocaron el vidrio pese a que no era el único taxista en la línea. Se extrañó, pero imaginó la pregunta con la que vendrían. Querían que las llevara, a las nueve de la noche, desde un conocido centro comercial al norte de Maracaibo a El Moján, al otro extremo del estado Zulia.
Él aceptó. Sabría que con esa carrera ya no tendría que trabajar ni el resto de la noche ni el día siguiente. Se montaron en la parte trasera de aquel auto conversando sobre su día, sobre la pericia de conseguir detergente, arroz, jabón de tocador, harina de trigo y pasta en menos de ocho horas y cómo cada una iba a vender al llegar a su destino con sobreprecio, porque debían recuperar el dinero y el tiempo invertido.
El taxista, impávido escuchando aquellas declaraciones, se indignó. Le compró a precio justo el término bachaqueros al gobierno nacional que como ellas aprovechaban la ociosidad para adquirir alimentos y revenderlos a la clase media, los únicos que se mantienen en sus jornadas de trabajo y terminan comprando a esta nueva clasificación de venezolanos porque nunca consiguen nada.
A los 25 de los 50 minutos que debía durar en esas condiciones el recorrido, les reveló que la carrera les costaría 6 mil bolívares en vez de los habituales 1500 que ellas aseguraron pagaban en horario regular. Él, dijo tajantemente, también iba a bachaquearles la carrera.
El trío se estremeció al escuchar los números de boca del hombre de veintitantos años. Golpeaban con la mano el asiento delantero exigiendo pagar la cifra que ellas estimaban. Una de ellas luego demandó que las dejaran justo en el lugar donde estaban: un paradero oscuro a mitad de la nada.
Él insistió en que no las iba a dejar más que en el centro comercial donde las recogió en lugar de ese sitio sin aceras ni luces cercanas. Ellas maldijeron durante toda la vía de vuelta. Lo amenazaron también con aplicarle técnicas que harían sonrojar hasta al maestro vudú más incorrecto. Él no se inmutó, las dejó en el lugar de partida y les deseó feliz noche, sin cobrarles ningún centavo.
Allí estuvieron las tres mujeres preguntando a cuanto vehículo pasaba si las podía llevar. Al menos hasta las once de la noche ninguno había aceptado.
De acuerdo a los vigilantes y al taxista de la historia, las bachaqueras desplegaron sus paquetes y los utilizaron como almohadas en un engramado cercano. Amanecieron allí, se enjuagaron luego la boca con una fuente de agua y continuaron su rutina. Ese día posiblemente se irían más temprano a su hogar, aunque los testigos las identificarían más tarde en nuevas colas del supermercado.