Publicado por: David Padilla g domingo, 6 de abril de 2014

Foto sin crédito. Publicada por El Toque
La emigración se convierte en un punto álgido al hablar de la situación venezolana. El primer año después de la muerte de Hugo Chávez coincide con el peor conflicto en la historia reciente de Venezuela; el primer año en el poder de Nicolás Maduro, el próximo 14 de abril, colinda con un panorama adicional: el dólar en tres modalidades con el más alto acercándose al del mercado negro; embajadas como la de Estados Unidos suspendiendo sus visas mientras consulados como el de Irlanda se retiran.
En ese contexto se ve a las aerolíneas como Air Canada despidiéndose del país primero por divisas y luego por la falta de diálogo con el gobierno. Al mismo tiempo, empresas de autos y hasta las que fabrican latas anuncian su cierre técnico por no poder cumplir ni con la producción ni con los proveedores internacionales.
Se aprecia entonces en la panadería, en clases, en la parada del bus, en la camioneta que nos mueve a diario, cómo los jóvenes se sienten en esa escena de la película donde la pesada puerta de la cueva va bajando poco a poco y sólo el que se apura o el que pase rodando por debajo de ella es quien finalmente llega hasta los créditos, quien sobrevive lejos del "socialismo del sigloXXI" o si finalmente se queda a enfrentar lo que nos deja la gente del eterno Comandante Chávez.

Los que se quedan 
Foto: LaPatilla.com

Son las cinco y media de la tarde de un día cualquiera laboral. Un grupo de adolescentes, entre 15 y 17 años, convive al menos cinco horas y cuarto a la semana con un grupo de veinte y treintañeros en clases de inglés. Todos coinciden en aprender el idioma.
Una chica, del grupo de los más jóvenes, comenta lo tedioso que es hacer la cola en el supermercado para conseguir galletas de soda y detergente, la imposibilidad de salir a la calle con su celular porque se lo roban y todas las artimañas que hace para rendir la mísera mesada que consigue con sus padres.
Entre las conclusiones a las que llega está la de elaborar pancartas de apoyo durante las horas libres en su colegio (al que instancias gubernamentales ha obligado a mantenerlo abierto pese al conflicto) para todos esos manifestantes que entre barricadas y cierre de universidades “resisten” a la embestida de la Guardia Nacional Bolivariana.
Otra chica, esta vez entre los adultos, la mira con suspicacia. Ya había pillado buena parte de la conversación. Se coloca el cabello destrás de la oreja. Toca la montura de los lentes antes de interrumpir toscamente: “tú no deberías ni estar protestando. No puedes votar y lo que vas a hacer es que expropien tu colegio por andar de alborotadora”.
La que está en sus quince o dieciséis años alza la mano hacia su grupo y fija su mirada en su contrincante. Abre completamente los ojos y exclama sin titubeo: “¿para qué coño estoy entonces estudiando si no tengo futuro?”
La discusión la corta el docente con su llegada pero el tema queda y se mantiene en el aire. Ya a la generación que nació y creció durante la presidencia de Hugo Chávez le ha tocado, como a todos, la política.
Están mejor informados porque revisan más Twitter e Instagram que sus padres, aunque éstos también los prefieren ante el periódico con pocos cuerpos o a la televisión que no sale de una larga cadena presidencial.
La misma chica reconoce que durante el recreo, ese tiempo donde los más viejos jugábamos desde tómbola hasta con cartas de Pokemon, se utiliza para ver quién hace la mejor consigna para las marchas y compartirlas después de clases por mensajería.  
Los que se quedan ya están obligados a odiar o a amar el proceso. Después de casi 16 años de la llegada de Chávez y de su “Revolución”, sigue sin haber un punto intermedio. Las disputas, la violencia, rozan cada vez más la radicalización, que a su vez se vuelve sistemática al punto de poner en contra a amigos, familias y hasta compañeros de una simple clase de inglés.

Los que se van 

Foto: Elregional.net.ve

Irse de Venezuela y terminar extrañando una arepa o un Toddy. Quedarse en el país y no conseguir ni harina de maíz ni leche para hacer la bebida achocolatada. Hasta las diatribas han cambiado.

 Emigrar de la patria de Simón Bolívar siempre traía un conflicto interno por analizar el futuro. Ahora ante un vistazo donde las rutas de aerolíneas siguen desapareciendo del radar, el acceso a divisas sigue disminuyendo y las embajadas o consulados se retiran del mapa local, parece que es poco el tiempo que queda para pensar en irse o quedarse. 

Los que deciden por permanecer tiene dos opciones: resistir, entre marchas, asambleas e incluso barricadas, o resignarse, aceptar la propuesta de un gobierno que se fortalece de a poquito y que mantiene una oposición dividida.

En esta ecuación parece que no existe proponer, analizar y corregir. Como dice la canción: “¡esto es lo que hay!”. Punto.
No es nuevo el asunto de quienes meten todos sus sueños en una maleta y deciden exhibir su pasaporte y experiencia ante el mundo. Quizás las cifras sean ahora incluso más bajas que antes, en esos tiempos donde Chávez o Maduro eran desconocidos.
El problema es que hay que arrancarse la patria desde las entrañas porque si se decide volver, como turista en ese destino que un ministerio promociona como “chévere”, se puede encontrar la muerte, como pasó en enero con la Miss Venezuela Mónica Spear, o en el mejor de los casos simplemente quedarse porque ninguna aerolínea garantiza el regreso.  
En ese proceso de contradicciones, de falta de liderazgo real y de lo más importante, de paz, estamos a diario confiando en que algo bueno o malo pase en este país, enviando cadenas de oraciones o haciendo el chiste con el tema del día.
Entre todo lo que pasa, pese a cualquier crítica, esa consigna que dice “Mamá, me fui a luchar por Venezuela, si no regreso me fui con ella” sigue cada vez más latente, tanto para los que se van como para esos -valientes- que se quedan.

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