Publicado por: David Padilla g jueves, 8 de mayo de 2014

Reviso mi agenda. La primera parte de la mañana consiste en comprar pasaje de bus para viajar a Caracas a final de mes, ir a la facultad para pedir una constancia de que hago un posgrado y llegar lo más cercano a las nueve de la mañana a la oficina sin gastar más de mi quincena en transporte.

El reto comenzaba desde muy temprano en Maracaibo.


Fotografía: Nathalie Fernández
7.32 am. Salí de mi casa. Mi mente estaba en dos pasteles con queso y un taxi en la línea a dos cuadras pero mi cuerpo se topó con ambos locales cerrados.  “¿Vas?”, alcanzó a decir un taxista que recién llegaba en un sedán con pocos años de antigüedad.

- Yo creo que dentro de poco vamos a subastar las carreras. Para como está la situación, para allá es que vamos.

Se disculpa conmigo porque el precio al terminal privado subió de 80 bolívares a 100. Se queja de la falta de repuestos, del precio de los insumos de reposición, del costo de la vida, del dólar y de la ausencia de propuestas de la oposición al gobierno nacional.

-Ve. Fijáte cómo están en esa esquina. Desde la madrugada andan esperando para comprar una batería.

Señala por varios segundos un establecimiento donde la hilera de vehículos se formaba. El primero era un carro por puesto. Con crema para zapato como tinta tenía marcado el número uno encerrado en un círculo. Sucesivamente la fila serpenteaba entre una mueblería, kioscos y un pequeño supermercado.  

Los automóviles lucían de todo tipo y algunos auxiliaban a otros que se quedaban durante la espera.
-Yo la verdad no sé a dónde va a parar todo esto.

A su lamento le siguió el silencio. Al llegar a la estación de bus me despidió como un padre lo haría con su hijo con un viaje de por medio.

-Que Dios y la Chinita te protejan

8.05 am. Varias personas llegan, probablemente de Caracas. Entre el bullicio y el ajetreo de las maletas hago espacio hasta acercarme a la venta de boletos.  Una chica de unos treinta y tantos mira el monitor mientras teclea con cierta dificultad por las uñas artificiales color rosa de tres centímetros de largo.

Le hago saber el destino, la fecha y la hora que quiero tras un saludo. Apenas devuelve los buenos días. Sin quitar la vista de la pantalla, acierta con la selección, pasa la tarjeta de débito, coloca el sello y resalta con bolígrafo los datos que no debo obviar.  

Me grita algunas indicaciones por el orificio que deja el vidrio de la taquilla. Asiento y me despido casi con la misma frialdad con la que me atendió.

Cruzo la calle. Una señora de cabello gris, con varias bolsas en sus manos y un pantalón más ajustado de lo que debería me indica que puedo tomar cualquier bus porque todos pasan cerca de mi próximo destino.

-Preguntá de todas maneras, no vaya a ser que terminéis en el coño viejo.


Pasarela de Humanidades. Crédito: Noticiaaldía
Le hago caso y me monto en una destartalada chatarra que me cobra menos de un tercio de lo que me cobró el taxi de ida.  Recorre lentamente una ruta que usualmente no visitaría un miércoles en la mañana  o nunca.

Me deja en una pasarela que tardó años en construirse y que hoy poco se usa. Se erige como un verdadero monumento pero poco queda de su idea original. La paso con sigilo, siempre buscando estudiantes con los que pueda compartir el camino.

Apresuro el paso en el campus universitario. Camino en zigzag entre estudiantes que retoman los espacios después de meses de ausencia, entre monte con semanas –quizás meses- sin podar y de vendedores informales ubicados en puntos estratégicos y que hasta mango con adobo tienen en su portafolio de ventas.  

Llego algo agitado, con sudor en la frente, al posgrado. Me consigo con una cola de tres personas. Después de mirar a los lados y de ver las caras de resignación lo entiendo. No había nadie en la caja.

8.45 am.  Para pedir la constancia de estudio basta con pagar y pedirle a la secretaria docente que firme el documento. El sistema de pago estaba caído al momento de mi llegada y la señora que recibía posteriormente el trámite no había llegado.

-He venido dos veces en menos de un mes a inscribirme y me han peloteado. Lo malo es que yo no soy de aquí.

Otra chica de la cola comparte un comentario similar a diferencia que vive más lejos, o en el coño viejo como diría la señora frente al terminal.

Facultad de Humanidades y Educación LUZ. Crédito: LUZ
En menos de diez minutos ya me veo sentado en unas sillas aguardando por mi turno para pagar.  Un hombre trigueño, atareado con varios papeles, recibe el cobro y me despacha con dos toques en la mesa.

La siguiente en el tramo burocrático no ha llegado, pero logro contactar a su asistente. Gracias a ella descubro que la más buscada tiene siempre un collar y un dije con su nombre, como si se tratase de un pastor alemán.

-Es fácil de ubicar gracias a eso.

La secretaría pícaramente se sonríe por la gracia buscando complicidad. La acompaño en el gesto.

Me largo con el mismo trote apresurado de la llegada. En el camino saludo a profesores y me consigo esperando taxi a las mismas personas que vi en la caja. Una de ellas me mira, como si me conociera de toda la vida, y me hace un gesto de solidaridad.

-Uno en este país no sale de una cola.

Ya estaba sobregirado por 10 minutos de mi hora de entrada. Llegar antes de las nueve de la mañana ya no era posible. Mi meta ahora era salir del recinto universitario y chequear lo más pronto posible en mi sitio de trabajo.

No tardó mucho en llegar una antigua Jeep Wagoneer con ventanas de color oscuro y una corneta que haría temblar a los cargueros en el Lago de Maracaibo. Un hombre casi de mi edad se asoma del carcamal, despliega un chiste al coordinador de las salidas y me invita a montarme.

-Verga chamo, te llevo nada más porque voy a la intendencia (justo diagonal a mi destino).


Me comenta que es recién graduado en informática en un politécnico que “no se paró a diferencia de los sinvergüenzas estos” durante los eventos de febrero y marzo pasado en Venezuela.

En menos de veinte minutos que dura la travesía revela que no está de acuerdo con ninguna posición política en el país y que realmente  necesita ver un cambio lejos de las opciones tradicionales.

Antes de dejarme frente al edificio garabatea su número telefónico y su nombre en la parte posterior de un papel publicitario que tenía en el tablero del carro y me lo da.

-Cualquier verga, si necesitáis un taxi aquí estoy.

En la espera del ascensor comentan que en la mañana sacaron leche y galletas de soda en el supermercado de la esquina. Una señora más joven que la otra lamenta no haber llegado a tiempo mientras que la segunda revisa su teléfono.

-Después volvemos a pasar a ver si vuelven a sacar algo.

Subo al piso once. Saludo durante todo mi camino a la máquina chequeadora. El reloj me deja saber que llegué 43 minutos después de las nueve.

Enciendo el computador. Guardo parte del almuerzo en la nevera. Me percato de que la conexión a Internet no despeina de rápido pero funciona. Me relajo. El día comienza.

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