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Publicado por: David Padilla g
sábado, 18 de julio de 2015
El gringo (en Flickr) |
Llegó domingo. Entendió finalmente la canción de Ilan Chester en la que asegura que todo comenzó una mañana diferente a todas las que ha visto pasar. Comprendió que su felicidad no estaba en ese trabajo mal pagado que un día había anhelado ni en las colas del supermercado para comprar dos kilos de harina de trigo a la semana.
No tenía hijos ni responsabilidades que lo ataran. Solo tenía ese sentimiento vago de patriotismo que una fuerza política había distorsionado a gusto y transformó a semejanza de su corrupción.
Tomó un largo morral de su closet. Metió toda una vida más dos pantalones, tres franelas y respiró profundo. Soltó algunas lágrimas pero sonrió. Sabía que sin importar lo que pasara sería feliz donde su experiencia como ingeniero lo llevara.
Recibió un beso en la mejilla de su madre, más la señal de la cruz esparcida en su frente. Un fuerte sonido del taxi los separó de ese invaluable abrazo. Mientras el taxista comentaba sobre la inflación, la delincuencia y los resultados del béisbol, él pasaba una a una las fotos en su celular de la despedida que sus amigos le habían hecho la noche anterior.
Se le formaba una sonrisa quebradiza. No podía hacer más nada mientras una música estridente en sus audífonos ahogaba los lamentos del conductor.
Se chequeó de primero en el aeropuerto. Le tocó esperar un buen rato para que luego le examinaran el alma en busca de drogas. No encontraron más que un simple encendedor de metal que tuvo que botar porque había olvidado sacarlo del equipaje de mano.
En la cola para el avión deseaba haber tenido fuego para encender un cigarrillo. Le tocó un asiento solitario. Imaginó que era porque nadie tenía dólares para comprar pasaje para irse de Venezuela. Él sí. Los reunió durante un año vendiendo hasta ese preciado anillo que su fallecida abuela le había regalado cuando se graduó de sexto grado.
Lloró en silencio. En su hogar le enseñaron que los hombres no debían derramar lágrimas y contuvo varias bajo los redondos lentes negros que llevaba. Se consolaba diciendo que su madre no tuvo que vender el apartamento como había jurado que lo haría con tal de que escapara del país y rehiciera su vida fuera, comenzando desde cero.
Durmió un rato. Despertó con los labios secos, justo en el momento en el que la aeromoza le ofreció un vino o jugo para amenizar tantas horas de vuelo.
Abrió el protector de la ventanilla y miró hacia el horizonte. Faltaba poco para su destino. Vio el sol caer al tiempo que el avión daba un giro para arribar a la capital del país.
Miró hacia sus zapatos pensando en todo lo que debía procesar. Ese sentimiento de esperanza, de impotencia, de emoción, se revolvían en el estómago como ropa en la lavadora.
Cuando el avión tocó la pista y él salió por ese pequeño túnel hacia migración, se sintió lejos de su mundo, de las arepas con queso y crema de leche que puntualmente su madre le entregaba en un plato de peltre por las mañanas, de los gritos de la vecina apurando a su hija para que no la dejara el transporte, del gato que se asomaba por la ventana exigiendo su ración de carne y hasta de los tiroteos que en el sitio de comida rápida ubicado detrás del edificio ocurrían casi todos los fines de semana.
Se puso nuevamente los audífonos. Logró conseguir una conexión inalámbrica y revisó el celular. En él había un mensaje de su hermano menor donde sus tíos, primos y toda la familia que estaba disponible esperaban que hubiese llegado bien. También le recordaban que lo querían mucho y aunque estuviese a miles de kilómetros de su origen, estaban con él.
Sonrió. Esta vez como si le contaran un chiste. Respondió en una o dos palabras y apagó el aparato. Sabía que todo andaría bien, sin importar lo que ocurriese, porque nunca estaría solo. Tomó el morral de la banda de entrega y lo ajustó con fuerza a sus hombros. Se enderezó y levantó el mentón. La aventura apenas comenzaba.