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Publicado por: David Padilla g
miércoles, 24 de junio de 2015
Sin créditos originales |
Me monté en el taxi. Era colectivo porque pese a que tenemos la gasolina más económica del mundo, la falta de repuestos y la desaparición progresiva de alternativas sigue dando lugar a esta modalidad de traslado grupal en Venezuela...al menos por esta zona del país.
En la parte trasera estaban tres chicas, entre 19 y 20 años, que criticaban que hubiesen podido hacer más. Una de ellas, en apariencia la más joven, fue engañada por el “bastardo e inconsciente” de su novio o “peor es nada” como más tarde lo identificaría. Habían decidido pasar de sus clases de la universidad al cine para olvidar ese engaño gracias a las actuaciones de Colin Firth y Taron Egerton en la genial Kingsman.
La engañada se dirigía al norte y las otras dos al sur de Maracaibo mientras yo quedaba en el intermedio, escuchando cada llamada del idiota que nunca supo esconder el condón usado y que pese a sus objeciones no tuvo el placer de escuchar el cachondeo del taxista de esa noche.
Hubo lloriqueo, conversaciones que en algún momento debieron ser íntimas mientras el interminable semáforo marcaba en cuenta regresiva uno desde sesenta. “¿Tu casa tiene tres bolsas negras al frente? ¡Qué molleja de referencia!”, decía la más conversadora mientras me dejaban. Habíamos ubicado a la afectada pero las incitadoras del evento se encontraban todavía en ese Hyundai Accent año 2001 hasta que las posicionaran en un único sitio al otro lado de la capital zuliana.
Por lo que entendí, hubo sexo de por medio y no precisamente entre las involucradas. Una tarjeta de presentación rozó en mi regazo pero recordé que podría haber sido de una de mis estudiantes en LUZ, de las que copian y pegan para los trabajos finales o que se quejan porque no llego a los treinta años como para darles clases. Fue a parar al conductor quien la guardó sin pudor en su bolsillo de la camisa, esa que se ubica al lado del pezón izquierdo.
Llegué a mi casa asegurando que también era mi cumpleaños. Ese 27 de abril recibí más abrazos de los esperados justamente de ese taxi. Recordé como en años anteriores ignoré las leyes de un condominio por dejar estacionar a amigos en lugar donde no podían hacerlo, permitir beber a otros en un sitio donde mi tía pagaría más tarde un tercio de un salario mínimo o donde otros harían fiesta para celebrar una edad que no me correspondía.
Me recordó a aquellas tardes que disfruté de alcohol que ya no se consigue y que si lo hay ya no se puede pagar. De las reuniones que patrocinaba porque ganaba en Bolívares y que hoy sinceramente no podría costear a menos que percibiera en dólares. De esas conexiones que a través de textos como estos podía hacer y que hoy, debido a la escasez de alimentos y del tiempo que me exige, ya no puedo redactar.
Esa noche me despedí agradecido. No muchos habían recordado el onomástico. Entendí que quienes lo hacen son los que verdaderamente vale la pena recordar en el tiempo porque saben usar Facebook o me tienen bien anotado en su agenda.
No hubo más despedidas en aquel vehículo. Había más fiesta de la que yo quería allí. El taxista agradeció el gesto y me dejó. Para él la noche apenas comenzaba.