Publicado por: David Padilla g domingo, 12 de abril de 2015

Foto propia...del momento del choque
Aceptó con una sonrisa llevarme a mi destino. Siempre lo hace. El señor Cirilo se consigue habitualmente sentado en las mañanas en la línea de taxi ojeando un periódico de unos seis o siete días de antigüedad. Ya ni me molesto en pedírselo prestado. En su lugar escucho sus historias.

Así me reveló -casi con un mar entre sus ojos- cómo consiguió con su fiel carro en forma de embarcación marítima el pago de su marcapaso y de cómo dio vueltas un fin de semana completo para conseguir los medicamentos para su cáncer que finalmente le vendieron vencidos, bajo su riesgo, porque era “lo que había”.  

En la mañana del domingo contaba las penurias para comprar tres pollos en la carnicería que pudo conseguir abierta. Comentaba cómo había logrado cuadrar que el joven que le atendía dividiera un muslo con una señora casi de su misma edad cuando una camioneta aceleraba en una calle donde debía parar.

Iba a mucha más velocidad que el barco-taxi donde yo iba montado. Pese a la excesiva rapidez, todo se vio en cámara lenta. Recibí algunos golpes en la frente y en la barbilla y otros en la rodilla derecha. Cuando pasé el shock, pregunté al señor Cirilo si todo iba bien con él. Su lamento iba con el carro, con el vidrio resquebrajado y con el pasajero, pero luego se dio cuenta de su dolencia en el brazo derecho por el volante.

Logró salir primero que yo del auto mientras el chofer de la camioneta trataba de abrir la puerta donde me encontraba. Hice par de llamadas para comunicar que no iba a llegar hasta que me di cuenta de mi sangrado. Era leve pero constante.

Tomé papel sanitario que Cirilo tenía en su guantera y me recubrí. Salí para encontrarme con preocupados en la zona examinándome por curiosidad y temor. Fui la atracción ante los que iban cruzando la avenida donde estaba la colisión.

El taxista analizaba el impacto mientras yo llamaba a tres o cuatro personas. Como nadie respondía me resigné a tomar fotos e incluso a tuitear sobre el asunto. Ya estaba formado un tumulto de gente porque una hora antes de nuestro choque hubo uno similar con heridos de gravedad.

No eran ni las diez de la mañana cuando otro taxista de la misma línea donde trabaja Cirilo me buscó.  Él anciano quería que yo llegara a mi destino a tiempo. Le agradecí pero con el sangrado y los golpes decidí cambiar de agenda e irme a casa.

Algunas horas y varios algodones ensangrentados después, me contactó el segundo chofer. Le había dejado mi número en caso de que necesitaran mi declaración.  La necesitaban.

Aparentemente el primer policía que llegó al suceso había reportado lesionados confundiendo el golpe de la mañana con el nuestro y ambos vehículos debían ser confiscados por este hecho. Me vestí y regresé al lugar confiando en que por mi nadie saliera perjudicado por los rasguños y los golpes que pasarán factura al día siguiente.

Era inevitable. El fiscal de transito había hecho toda la gestión para que ambos vehículos pasasen arrumados a un estacionamiento hasta que los involucrados desembolsen una suma cuantiosa por almacén y servicio de grúa. Por como iba la conversación, todo estaba listo para que surgiera entre los afectados la pregunta de “¿cuánto hay que darte para que eso no ocurra?”.

Me fui, con una constancia de lesionado y con una exigencia de la policía de que fuese a un médico forense para iniciar un largo proceso burocrático donde Cirilo  salió como víctima simplemente por trasladarme, sin que terminara de contarme cómo pudo comprar tres pollos en la carnicería.

Le regalé dos pastillas de ibuprofeno. Las aceptó como bien sabe, con una sonrisa, llevándose eventualmente las manos a la cabeza y pensando qué hacer con su vida a los setenta y tantos atardeceres ahora sin su antigüedad rodante.  

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