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Publicado por: David Padilla g
martes, 13 de mayo de 2008
Me tomo un té, de esos que por su calidad, parecen hechos con agua de lluvia, y trato de aprovechar uno de los dos días más sociables dentro de la Facultad de Humanidades y Educación, por lo que me siento a conversar con alguien que comparta mis penas, me tomo fotos con cuanto personaje se atraviese, o persuado a algún amigo del período anterior, para que vea cualquier materia conmigo.
Sobre la crónica: En alguna parte debía terminar esta cuestión, además de la papelera, luego de que lo entregase en una clase de periodismo de opinión. Si decides leerlo, coge mínimo que el texto es largo y de seguro está en chino.
El día de la inscripción
Son aproximadamente las ocho de la mañana, y aunque ya hay personas esperando para inscribir materias, el proceso de inscripción aún no inicia. Por octava vez en los cuatro años que llevo estudiando en la Universidad del Zulia, me he creído el anuncio del Centro de Estudiantes en las pancartas que hacen, y con el que mutilan el tráfico peatonal, de que a esa hora comenzaríamos.
“Me toca inscribirme de tarde” acostumbro a decir sin que me lo pregunten, de forma autómata, tal cual como lo ha decidido alguna autoridad basándose en mi promedio de calificaciones, en la cantidad de unidades aprobadas, en cuántas veces vengo a clases, y vaya usted a saber que otro perolito le metan con tal de justificar el presunto evento meritocrático. Aún así, llego temprano por la simple razón de que estar desinformado en horas de la tarde, es igual a caminar ciego con tiburones blancos esperando tu caída, debido a que uno puede tropezarse con pequeñas sorpresas como saber que una veintena de personas con números posteriores al tuyo, ha pasado en el turno de la mañana, o que todo se ha retrasado porque el bendito computador está lento, y en el peor de los casos, que el proceso de inscripciones en la Escuela de Comunicación Social, se haya cancelado.
Afortunadamente ha sido un día medianamente bueno y ya han pasado varios alumnos a la hora correspondiente. Los compañeros denominados “nuestros voceros”, nos clasifican por mención audiovisual, relaciones públicas o impreso -está última es a la que pertenezco- y al son de una letárgica voz, nos indican que debemos subir por una concurrida escalinata, previa examinación visual que puede evitarse con el amiguismo o el engaño.
Ya casi a mediodía, comienza a verse en todo su esplendor el proceso. Entre saludos y hasta aplausos, a la usanza de un artista de cine, los profesores se integran a los que han subido por la resguardada escalera de granito, mientras que los alumnos cercanos a ser llamados, chequean por décima octava vez el papeleo exigido, como si no hubiesen tenido tiempo suficiente para ello. Luego de un rato, la cola se detiene. La misma voz que anunciaba los números para poder subir, ha dejado de hacerlo y en su lugar, esparce como la sarna el estrés entre los estudiantes al mencionar el respectivo receso de dos horas, aunado a la larga e interminable lista de materias donde ya no hay cupo disponible.
Tres paquetes de chicle después, el compañero de ritmo parsimonioso anuncia el retorno del traumático proceso y con una garganta repotenciada a punta de un buen bistec, anuncia mi tan esperado número. “MACUR en mano papá”, me dicen en tres oportunidades al pedir el requisito antes de llegar a un salón posterior a las escaleras y a un largo pasillo, y aunque la velocidad de atención aquí es totalmente distinta a la de abajo, la deficiente calidad sigue siendo la misma.
En este lugar, donde nos acomodan y desacomodan un par de veces, desaparece la fatiga que proviene de la multitud, y se reduce la ansiedad al saber cuáles materias ya están cerradas gracias a la información que alguna persona ha escrito en la pizarra. Se sigue el trayecto con la atención de algún profesor que nos asesora, y que luego de una firma, -y quizás de una revisión final- nos permite el acceso para buscar lo que hemos ido a conseguir.
Con papeles en mano, se pasa a una tercera y última área, donde el movimiento depende de la rapidez de la impresora, de la habilidad del asistente de computación o de la agilidad propia para evitar a los “colaos”, gente que dirá estar embarazada, vivir al otro lado del mundo o hasta desmayarse, con tal de inscribirse primero. En la fila que serpentea entre hileras de pupitres, se adormece la mano por intentar inútilmente de ahuyentar el calor, o por haber saludado a tantas personas en tan poco tiempo. Es en este momento y lugar donde se conocerá de memoria el color de las paredes y techos, sus múltiples imperfecciones y uno que otro se regodeará porque tendrá la oportunidad de ver tantos traseros femeninos.
Al final, y dependiendo de nuestra suerte, saldremos del operador de la maquina con un exquisito horario elaborado justo a la medida, o por el contrario, y como generalmente me sucede a mí, con un desesperante, incomprendido y dañino cronograma de clases que provoca desecharlo y que elimina las aspiraciones de libertad pautadas para los próximos cuatro, cinco o seis meses, sin contar que quizás, se necesite suplicar clemencia a un profesor para que asigne un cupo de clases, y repetir este incómodo proceso en las conocidas “Modificaciones”.
Finalizada la tortura, con un comprobante de inscripción listo para ser solicitado en los venideros eventos, un buen analgésico produce tanto alivio como respirar aire fresco luego de haber ingresado a un baño público y la sensación de estar inscrito, dependiendo de los casos, es sentir que se pisa un peldaño más en esa meta que queremos lograr, por la que luchamos día a día en la universidad, y por la que sufrimos cada periodo hasta recibir un título de pregrado, aunque la satisfacción desaparece rato después con el primer “bienvenidos” del lunes siguiente, cuando se retoma una vieja rutina con nuevas expectativas y esperanzas en su haber.